Las malas noticias no dejan de llegar desde Venezuela. El régimen de Nicolás Maduro es la viva prueba de que cada día puede ser peor. Aunque nadie puede predecir cómo terminará el experimento socialista bolivariano, todos sabemos en qué dirección apunta: hacia el desastre. Millones de personas votan con los pies y abandonan el país. Comienzan, sin embargo, a colmar la paciencia de los países que los acogen. Colombia da muestras de agotamiento, mientras Ecuador y Perú han elevado los requisitos para el ingreso de venezolanos, y en Brasil el gobierno envió soldados a la frontera para contener desórdenes.
Debido a la volatilidad que supone un régimen acorralado por sus malas decisiones y a los cada vez mayores inconvenientes que genera el constante flujo migratorio en los países vecinos, el problema de Venezuela ya no se limita a la consolidación de una dictadura insensible e inepta que agrede, polariza, empobrece y humilla a una sociedad indefensa, sino que también se ha transformado en un asunto de seguridad regional.
La potencialidad de que se produzca un conflicto crece cuando, por ejemplo, un asfixiado Maduro recurre a trucos como el supuesto atentado en su contra, cuya autoría atribuyó –sin pruebas— a un jefe de Estado extranjero. La búsqueda de un enemigo externo que justifique la represión y las malas condiciones internas es una técnica peligrosa –fue perfeccionada por Fidel Castro, de quien Maduro es alumno aventajado—, pues hace caminar a Caracas por el filo de la navaja en sus relaciones vecinales.
Como a estas alturas resulta difícil creer que la solución pueda provenir desde Venezuela, donde la subsistencia es precaria y la disidencia enfrenta condiciones cada vez más adversas, es razonable postular que los gobiernos de la región pasen de la denuncia contra los excesos de Maduro a una política concertada que promueva un cambio no violento de régimen.
La denuncia contra el gobierno venezolano apacigua la conciencia de quien la profiere, pero tiene escasos efectos prácticos y es utilizada por Maduro para victimizarse, perpetuarse en el poder y continuar castigando a la población. Por el contrario, el fortalecimiento de la oposición política, el aislamiento efectivo del régimen y la clausura de sus fuentes de ingreso, las sanciones quirúrgicas contra los jerarcas bolivarianos, la asistencia a los medios de comunicación opositores que aún subsisten y el fortalecimiento de la sociedad civil y su capacidad de resistencia, entre otras medidas similares, pueden ayudar a poner fin a un gobierno que ha perdido toda legitimidad y se ha convertido en una bomba de tiempo que amenaza con explotar en el corazón de América Latina.