Hace poco más de 60 años, el 1º de enero de 1959, tuvo lugar un acontecimiento de inmensa importancia política y social (no sería injusto compararlo, en escala menor, con la Revolución Rusa, iniciada en octubre de 1917): hablamos de la entrada de las tropas guerrilleras de Fidel Castro en La Habana, y la virtual creación de un régimen o sistema que perdura hasta hoy.
Como tantos otros jóvenes de mi generación, aunque sin haber tenido una militancia concreta ni un acercamiento partidario definido, apoyé sin medias tintas el movimiento castrista. Era el mito viviente, reclamado por nuestra historia y nuestra lengua. Participé mediante la escritura, que me permitía manifestar mi repudio a las sucesivas dictaduras –aún bastante blandas- de los generales Onganía y Lanusse. En 1971 publiqué un librito de investigación histórica, El Cordobazo, con el seudónlmo de Daniel Villar (la censura militar se había vuelto más cuidadosa). En la década anterior, Fidel Castro había derrotado a los torpes invasores de Bahía Cochinos; en cambio debía retroceder dos pasos en la crisis de los cohetes.
Si bien había dos hechos para señalar: uno físico la muerte, en 1967, en los escarpados montes bolivianos, de Ernesto “Che” Guevara, y el otro una cuestión no tan material pero igualmente relevante: la decisión de suspender los procesos revolucionarios en plena acción en distintas partes del mundo, y su reemplazo por sutiles debates ideológicos, que por lo menos no causaban víctimas mortales.
No se ha podido evitar, sin embargo, la persistencia de regímenes que han quedado entre dos fuegos, o con fronteras inseguras –es el caso de Nicaragua y quizá de algún otro país centroamericano- y que viven en permanente conflicto (incluso armado) entre la extrema izquierda y la extrema derecha, salpicado también con algo de condimento populista.
Los partidos comunistas o filocomunistas de todas partes cumplen con el melancólico papel de críticos o defensores de la gestión cultural en marcha, débilmente protegidos por la cercanía de un banco cooperativo o una fábrica de zapatos.
¿Por qué hablamos aquí de la domesticación de la izquierda tradicional, que ha cedido su lugar a la sangrienta guerrilla islámica y, cada vez más, a los grupos neofascistas que están asolando las tierras de diferentes naciones europeas?
¿Por qué, en fin, me he referido a mi propia evolución personal, que se parece a la de tantos otros? Tal vez sea precisamente por eso, porque el testimonio cobra validez al confrontarse con otros. Y en mi caso no pude disimular la desilusión y la amargura tras un viaje a Cuba realizado en 1975 –el único que hice a la isla en mi vida-, por una invitación especial a un grupo de periodistas, entre los que recuerdo a Rodolfo Terragno.
A pesar de los esfuerzos de los compañeros cubanos por hacernos grata la estadía, no pudieron dejar de seguirnos y vigilarnos incansablemente, hasta llegar a revolver, en nuestra ausencia, los papeles y valijas, que habíamos dejado en el cuarto de hotel. Aquello era, sin duda, un estado policial. Y yo me declaré, desde entonces, un convencido socialdemócrata. Y no cambié hasta hoy.
Probablemente debimos haber iniciado esta nota refiriéndonos a la más estricta actualidad, es decir, a la situación del régimen chavista-madurista, sumergido en profunda crisis, al parecer irreversible. Sin embargo, nos pareció mejor, finalmente, y para no olvidarnos de los otros actores principales de esta historia, mencionar a Cuba, que en realidad es el protagonista silencioso de este melodrama caribeño.
Si bien es cierto que el populismo de izquierda chavista ha reinado en Venezuela los últimos 20 años, su supervivencia habría sido mucho más ardua sin el ferviente apoyo de la diplomacia cubana. Tampoco habrían resultado tan sencillos los vínculos con Rusia y China, de todos modos insuficientes para sustituir a los Estados Unidos.
En cuanto a la causa venezolana en sí, el presidente Maduro parece cada vez más acorralado, y su situación cada día con menos salidas posibles. Al escenario solo le falta un acto de desobediencia militar, un levantamiento capaz de contagiarse rápidamente. La supuesta férrea lealtad de los uniformados tiende a dispersarse ante el primer acto firme de rebeldía. Por eso nos parece hoy más interesante, aunque no aparezca en las primeras planas, el significado que podría tener un vistazo sobre el presente y el futuro de Cuba.
Me da un poco de tristeza ensayar aquí una visión contrastada de Venezuela y Cuba ahora, en el comienzo de 2019, ninguno de los dos países quedará bien después de un examen riguroso, pero lo de Venezuela resultará particularmente deplorable, con la desocupación galopante (las cifras oficiales son pura fantasía, y también los millones que supuestamente emplea el Estado). Vayamos al absurdo; ¿es imaginable que un ciudadano latinoamericano, de un país cualquiera, golpease a las puertas de Venezuela para obtener asilo político, o simplemente refugio? No, las cosas son al revés: son varios millones de venezolanos los que han salido de su patria.
Cuba, pese a todo, ha resistido mejor que Venezuela los golpes de su destino político, con hábiles maniobras en los organismos internacionales, y sus campañas de asistencia social, especialmente en diversos países africanos. Sin embargo, basta leer a quien es, tal vez, involuntariamente su mejor cronista, el escritor Leonardo Padura, para darse cuenta de cuánto se puede haber descompuesto la sociedad cubana, entre drogas, mercado negro y contrabando.
¿Revolución Socialista? ¿Guerras de Liberación? ¿El Hombre Nuevo? Si deseamos sobrevivir, todo eso deberá esperar un poco. ■