Algo parece funcionar mal en el manejo de la crisis venezolana. El arresto por la policía política chavista del político Roberto Marrero, jefe de Gabinete de Juan Guaidó, es un desafío al medio centenar de países que reconocen a este dirigente como el presidente interino de Venezuela. Esta provocación sucede porque la autocracia bolivariana considera que ha logrado erosionar la potente ofensiva que le planteó el liderazgo opositor cuando declaró a Nicolás Maduro usurpador e interpretó un artículo de la Constitución para coronar a Guaidó como relevo interino hasta el llamado a elecciones. El amplio apoyo internacional que suscitó, y que arrancó con EE.UU., le dio brillo a esa jugada.
Sin embargo, los ejes apenas se han movido del sitio donde se encontraban y la nomenclatura, en cambio, ha profundizado su autoritarismo. “Las palabras duras de la Casa Blanca, las sanciones incluyendo el embargo petrolero, fallaron en provocar un colapso del régimen o una significativa defección de la cúpula militar”, escribe Foreign Affairs, que no es precisamente una publicación de izquierda. No se tuvo en cuenta la profundidad del lazo corrupto que disciplina a las Fuerzas Armadas. Es conocido que Venezuela cuenta con mil generales en actividad, notablemente por encima de la dotación de EE.UU. la mayor potencia militar del planeta. Ni siquiera el reciente desastre del apagón le generó daños a la autocracia que disfrazó a ese desastre – similar al que expone el abandono de sus refinerías este año, con apenas 800 mil barriles diarios de producción- en un ejemplo de la guerra que supuestamente enfrenta el país. “La hipocresía es el costado externo del cinismo”, acertaba Mason Cooley.
Esta evolución debería constituir una lección para aquellos que supusieron, Washington precisamente, en primera línea, que la instauración de esta figura opositora produciría un súbito estallido de las alianzas internas. En realidad, se subestimó la situación, sus tiempos y el conocimiento de aquellas complicidades que dan ataduras al régimen. No es un comportamiento que sorprenda. La actual Casa Blanca ha mostrado una inclinación persistente por encarar con simplificación conflictos complejos, desnudando su impericia. Así ha sucedido con Corea el Norte, Oriente Medio o con la guerra comercial lanzada contra China, escenarios donde se logró poco de lo pretendido o se ha retrocedido.
Washington y sus socios podrían haber emprendido algún nivel de negociaciones para impulsar una salida electoral a la crisis con los aliados globales de Venezuela, pero está en conflicto con todos ellos, China y Rusia. Beijing no frustraría una salida de ese tipo que aseguraría el cobro de sus más de 50 mil millones de dólares prestados al régimen. Moscú, es más difícil. También tiene una fortuna enterrada en el país caribeño, pero su propósito allí ha sido geopolítico. Cuba, entre tanto, el mayor socio regional y patrocinador del chavismo, tendría seguramente una actitud diferente y más pragmática que la actual de no haberse demolido la apertura que promovió Barack Obama con La Habana. La citada revista norteamericana destaca el desdén que los funcionarios de Trump destinados a Venezuela expresan sobre los intereses económicos y políticos del enorme resto de la región que no forma parte del ese nuevo “eje del mal” que amontona a Venezuela, Cuba y Nicaragua. “El primer paso -señaló- debería haber sido cubrir las embajadas en la región. EE.UU. no tiene embajador en Belice, Brasil, Chile, Honduras, Panamá y recién esta semana nominó al de México. En la mayoría del resto hay embajadores pero que aguardan por su relevo”.
Guaidó y sus aliados consiguieron, sí, un triunfo en un aspecto que ha sido central en las urgencias de la oposición venezolana desde el momento en que se profundizó la decadencia del país. Lograron colocar un liderazgo concreto a las protestas y al malhumor de la población para intentar evitar que la furia de las bases más golpeadas alcanzara una dinámica propia y se perdiera el control de la crisis. Esa alternativa no debería darse por perdida y es quizá, también, la mayor y más seria amenaza para la nomenclatura.
El problema del armado opositor es que la ausencia de resultados erosiona una expectativa que fue instalada muy alta para vigorizar la figura del “presidente interino”. Maduro y su grey apuestan a garantizar y exhibir la unidad interna, en especial con las Fuerzas Armadas, y aguardar la desintegración del de- safío opositor enfrentado a una pared. La estrategia la ha practicado el régimen antes y sabe que requiere una paciencia no exenta de brutalidad.
Es, en parte, por eso que los procedimientos de la autocracia bolivariana van mostrando una afinidad cada vez más nítida con los comportamientos, frente a desafíos similares, de las dictaduras del reciente pasado latinoamericano. Como en aquellos ejemplos en Venezuela no se golpea al líder sino a su entorno. Se aterroriza a las bases de la militancia con redadas imprevistas de las que pocos pueden tomar conocimiento a raíz de la censura nacional y se taladra con un discurso triunfalista. Marrero fue secuestrado por un grupo de tareas del Sebin, la policía política del régimen, que funciona en un molde casi calcado de la DINA pinochetista. Llegan en multitud en la noche, rompen todo lo que tengan a su alcance y amenazan con pistolas en la cabeza a la gente que rodea o intenta defender a quien van a secuestrar. Que luego queda desaparecido por horas, días o para siempre.
El formato de la represión a la oposición recuerda también, como ya se ha dicho, los procedimientos de la dictadura paraguaya de Alfredo Stroessner, que funcionaba con una teatralizada institucionalidad y la repetición en metralla de las palabras Patria (así se llamaba el diario de la tiranía) y Justicia.
La frustración de la dirigencia, que reúne enormes multitudes en sus marchas de demanda de democracia, se reflejó en la reaparición en el discurso de Guaidó la amenaza de una intervención militar extranjera. En declaraciones a El País o a la BBC consideró a esa opción como “una cuestión de responsabilidad” de la disidencia. La muletilla, tomada de los discursos inconvenientes del sector extremista que lo apaña en el gabinete de Donald Trump (John Bolton, Elliot Abrams y el senador Marco Rubio) había desaparecido tras las reconvenciones que expuso la cumbre del Grupo de Lima en Bogotá a fines de febrero pasado. En ese encuentro, en el cual participó el vicepresidente norteamericano Mike Pence, los países latinoamericanos, incluyendo Argentina, remarcaron que no hay lugar “para el uso de la fuerza … La transición a la democracia debe ser conducida por los propios venezolanos pacíficamente, apoyados por medios políticos y diplomáticos”. Guaidó también asistió a esa reunión.
Es posible comprender las razones de por qué reaparece este tema en la oposición, pero es notable que no se observe que el propósito del régimen es precisamente provocar ese camino. Maduro necesita profundizar la desesperación de la oposición para que esa letanía no deje de resonar.
La amenaza de una intervención militar vigoriza a la nomenclatura bolivariana que supone, con razón, que una acción semejante rompería su aislamiento y desbarataría a las bases nacionalistas que siguen al líder disidente. Por eso, también, se produjo el provocador arresto de Marrero y la falsificación de un puñado de grotescas pruebas en contra del dirigente expuestas, por si faltaba otro dato de prepotencia, por el ministro del Interior Néstor Reverol, uno de los primeros militares del régimen acusados en EE.UU. por narcotráfico. ■
La actual Casa Blanca ha mostrado una inclinación persistente por encarar con simplificación conflictos complejos…
El problema del armado opositor es que la ausencia de resultados erosiona una expectativa muy alta en la figura de Guaidó.