NYTIMES.COM Por JAVIER CORRALES 5 de marzo de 2019
En este momento, nadie sabe a ciencia cierta quién es el presidente real de Venezuela: Nicolás Maduro, quien inició un nuevo periodo presidencial el 10 de enero, o Juan Guaidó, quien poco después asumió los poderes de la presidencia en representación de la Asamblea Nacional.
Guaidó conquistó el corazón de Venezuela. La mayoría de los ciudadanos lo respaldan. Los partidos políticos nacionales, con excepción del partido en el gobierno, aceptan el razonamiento legal —que la reelección de Maduro en 2018 fue un fraude— que lo llevó a juramentarse como presidente encargado. Después de visitar cinco naciones latinoamericanas para reforzar el apoyo a la causa democrática en su país, Guaidó regresó ayer a Venezuela, en un nuevo desafío a la prohibición de salir o entrar del país que le impuso el régimen de Maduro.
Maduro, por su parte, tiene conquistado el corazón de una sola institución: las fuerzas armadas. Esto se hizo evidente el 23 de febrero, cuando empleó la fuerza bruta de los militares para bloquear la entrada de ayuda humanitaria, ocasionar la muerte de civiles y, en una acción que evocó al emperador romano Nerón, incendiar algunos camiones cargados de alimentos, medicinas e insumos médicos mientras aparecía bailando salsa en televisión nacional.
Ahora, la clave será decidir cómo enfrentar el ataque militar de Maduro sin recurrir a acciones militares. Es el dilema que enfrenta Venezuela. Puesto que una resolución pacífica cada vez parece menos probable, Guaidó convocó a los aliados de la oposición a actuar como mediadores o intervenir.
La mayoría de los analistas, entre los cuales me incluyo, cree que una intervención extranjera es demasiado riesgosa. Además de que la logística es muy complicada, se trata de un esfuerzo que pondría al mando al gobierno artero del presidente de Estados Unidos, Donald Trump; una opción que no apaciguaría los nervios de nadie.
Sin embargo, existen algunas alternativas distintas de la militarización del conflicto, aunque sí involucran cierto grado de acción militar. Para comprender estas opciones, primero es necesario analizar cómo opera el ejército de Maduro.
En todo régimen autoritario, el apoyo del ejército es el requisito indispensable para su supervivencia: en cuanto se desvanece el respaldo de las fuerzas armadas, el dictador cae. En ese sentido, el régimen de Maduro se ajusta al modelo convencional de política autoritaria. Para lograr la democratización, será necesario romper el matrimonio del ejército con Maduro.
Pero separar al ejército de Maduro ha sido complicado porque su alianza militar, en muchos aspectos, no es nada convencional. El ejército no es una organización única, profesional y vertical. Está formado por varios elementos, cada uno con intereses propios, que justifican su respaldo al régimen. Cualquier estrategia para concretar el divorcio de las fuerzas armadas y Maduro requerirá maniobras adecuadas para cada uno de esos grupos.
Por un lado, está la clase militar dominante y tradicional que en Venezuela consta de soldados profesionales de carrera. Por otro lado, existen grupos que no son nada convencionales. Entre ellos hay soldados ideologizados, que trabajan en conjunto con funcionarios de inteligencia y militares cubanos para acabar con la disidencia. También incluyen generales burócratas que apoyan a Maduro porque tienen buenos empleos al frente de empresas estatales, así como soldados con intereses económicos, que están amasando una fortuna gracias al comercio en los mercados ilícitos, como el tráfico de drogas. Por último, están los agentes asesinos de Maduro que están a cargo de la represión.
Antes de la década de 2000, este tipo de diversidad dentro de los militares casi no se mencionaba en los libros de teoría de política militar. Hoy en día, esta diversidad, que los politólogos han llamado el nuevo oligopolio de la violencia de Estado, es el esquema preferido de los regímenes no democráticos y los Estados fallidos. En Venezuela, los soldados con intereses delictivos y los agentes asesinos dominan este oligopolio.
Los agentes asesinos en particular se han convertido en la marca distintiva del mandato de Maduro. En esta categoría se encuentran dos grupos: las Fuerzas de Acciones Especiales o FAES, creadas en 2017 con el fin de combatir el crimen, pero cuyo verdadero objetivo es encargarse de matanzas por motivos políticos en barrios pobres, y los llamados colectivos, integrados por civiles armados y financiados por el gobierno. A principios de este siglo, los colectivos eran reservistas con raíces comunitarias. En la actualidad, están constituidos principalmente por delincuentes, matones e incluso expresidiarios. Aparecen en motocicletas durante las manifestaciones, pistola en mano y con el rostro cubierto, para aterrorizar a los manifestantes. Los colectivos evitan que los soldados profesionales se vean en la necesidad de reprimir.
El problema de la estrategia adoptada por Guaidó y, de hecho, de cualquier estrategia pacífica y democrática para desmilitarizar al régimen, es la dificultad de satisfacer a todos estos grupos militares tan diversos.
Algunos pueden beneficiarse con las políticas que ya ofreció el presidente encargado. Por ejemplo, la oferta de Guaidó sobre un plan de justicia transicional (amnistía) y convocar elecciones libres es muy atractiva para los soldados temerosos y muchos soldados profesionales. Por eso ha habido deserciones de muchos de estos soldados.
Sin embargo, las políticas de Guaidó casi no incluyen ninguna oferta atractiva para los ideólogos convencidos, los colectivos o los soldados delincuentes o interesados en obtener ganancias económicas. Lo más probable es que los ideólogos convencidos permanezcan incondicionalmente del lado de Maduro. A los generales con fines de lucro la justicia de transición casi no les ofrece ninguna ventaja: perderían su posición y sus ganancias, aunque se perdonen sus transgresiones. Los colectivos, por último, son un caso especialmente difícil porque se trata del grupo menos controlable, están muy descentralizados y no defienden un interés común.
La transición hacia la democracia en Venezuela requerirá poner orden en estas fuerzas militares tan fragmentadas. Es imposible invitar a los grupos más oscuros de esta institución a unirse a un movimiento democrático, pues se produciría un conflicto de intereses instantáneo. Más bien, es necesario neutralizar a estos grupos de alguna forma.
Un civil no podrá hacerlo. Solo miembros de la clase militar dominante pueden encargarse de la modernización necesaria de las fuerzas armadas, pues conocen la identidad de los elementos armados de sus filas, así como sus negocios y tratos.
Guaidó y sus aliados internacionales quizá no tengan más remedio que establecer una colaboración provisional entre civiles y militares con alguna especie de tutela internacional. Necesitan continuar su campaña de convencimiento a los oficiales más honestos, aquellos interesados en la integridad de la institución militar, para que combatan no solo a Maduro sino también a los diversos grupos existentes dentro de las fuerzas militares. La misión es poner orden de nuevo en las fuerzas armadas como institución.
Por supuesto, para lograrlo se requerirá de una combinación de despliegues de fuerza y algunas concesiones a los grupos menos profesionales del ejército. Tendrán que ofrecerse buenos programas de protección a testigos y más formas de amnistía. También será necesario identificar oportunidades económicas tanto para los soldados interesados en lucrar como para los colectivos.
Por lo tanto, la transición a la democracia, dada la naturaleza fragmentada y oscura del ejército de Venezuela, no podrá ser un cambio abrupto, un proceso de un día para otro de un gobierno militar a uno civil. Requerirá de un periodo de transición que sin duda no dejará complacidos a los demócratas venezolanos. Sin embargo, será mejor que la paralización que vive el país o una intervención liderada por Estados Unidos que muchos ansían.