Hace apenas un año, Donald Trump preguntó a su equipo si la invasión de Venezuela para derrocar a Nicolás Maduro era tan factible como lo fue invadir Granada y Panamá. Poco después admitió públicamente que barajaba la opción militar. El 14 de septiembre pasado, Luis Almagro, secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), no la descartó. Las alusiones al regreso de la diplomacia de las cañoneras, no solo para amedrentar sino para abrir fuego, se suceden junto a los mentís y la invocación del refranero: “Cuando el río suena, agua lleva”. La Casa Blanca parecer haber aparcado la intervención castrense para centrarse en la presión internacional y el endurecimiento de las sanciones susceptibles de agravar el desabastecimiento, el hartazgo social y la eventual implosión del régimen. Pero la apuesta no es segura porque China salió al quite y otros países pueden hacer lo propio. Más que sublevación, se avizora un mayor éxodo migratorio.
El inventario de intervenciones norteamericanas en Latinoamérica permite imaginar qué puede pasar si se ordena el ataque. Su superioridad militar es de tal magnitud que un solo portaaviones de la clase Nimitz y misiles crucero pulverizarían en un pispás los principales arsenales venezolanos en tierra, mar y aire. La tarea sería ejecutada por la IV Flota, encargada de las operaciones en el Caribe, América Central y del Sur. Anular los aviones, barcos y tanques venezolanos es algo sencillo para la gigantesca maquinaria militar estadounidense; lo difícil viene después.
¿Qué hacer? ¿Desembarcar a los marines, ocupar territorio y exponerse a un empantanamiento o a una guerra de guerrillas? ¿Convertir Venezuela en un protectorado? ¿Sería sostenible un Gobierno de esas características, con el rechazo de la población? Repudiar a Maduro es una cosa, y arrojarse en los brazos de EE UU, otra muy diferente. A los venezolanos les han inculcado, desde mucho antes de Chávez, el valor de la independencia, y el ultraje que supondría someterse a cualquier potencia extranjera. La solución a la fuerza no es fácil. Es como estar ante un cuero seco: lo pisas por un lado y se levanta por otro. Mientras Washington no tenga claro qué hacer después y cómo, una invasión es muy improbable. Trump podría ordenar, sin embargo, la destrucción de alguna instalación militar, a modo de escarmiento. Uno de los denominados ataques quirúrgicos, procurando evitar daños colaterales, “en defensa de la seguridad nacional”, según la terminología del Pentágono.
Mejor urnas que misiles. Maduro debe ser derrocado por sus propios compatriotas, por la constatación de su ineptitud como gobernante. Sin el carisma, ni los ingresos petroleros manejados políticamente por Chávez, Venezuela y la democracia le vienen grande. Probablemente, aún con trampas, la oposición hubiera ganado las elecciones de mayo.