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El arduo camino para reducir la violencia urbana en Latinoamérica

No hay receta fácil para manejar la violencia, pero podemos entrever los dos extremos del dilema: control desde arriba, oportunidades desde abajo Las economías ilegales y el narco son el principal motor de la violencia El problema es que no hay una rápida

  • El País (América)
  • 17 Mar 2019
  • JORGE GALINDO

Latinoamérica sigue siendo la región del mundo con mayores índices de violencia urbana. Esta semana, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal mexicano publicó su clasificación de 2018. Sólo tres sudafricanas, cuatro estadounidenses y la capital de Jamaica se meten en un top dominado por Venezuela (6), Brasil (14), y, sobre todo, México (15): ni más ni menos que cinco de las seis primeras se encuentran en un país que vive hoy atento a las nuevas (y duras) políticas de seguridad de Andrés Manuel López Obrador. En contraste, Centroamérica y sobre todo Colombia, hasta hace relativamente poco sinónimos de homicidios en la región, van perdiendo presencia, si bien mantienen volúmenes sin duda preocupantes. En todos los casos, la pregunta es la misma: ¿qué falla ahora (o qué falla todavía)?

Si aislamos los diez países más violentos de la región (donde se ubican, en cualquier caso, la totalidad de estas cuarenta y dos ciudades) y nos centramos en los de mayor envergadura, los niveles venezolanos destacan por encima de todos los demás. Mientras los puntos más negros de América Central (El Salvador, Honduras y, en menor medida, Guatemala) han reducido paulatinamente sus tasas, Venezuela se mantiene en volúmenes estratosféricos. El Observatorio Venezolano de la Violencia, organización crítica con el régimen, estima que uno de cada tres homicidios fueron cometidos por las fuerzas de seguridad (un 50% más que el año anterior). Eso quiere decir que, aún deduciendo ese ingente volumen de muertes del total, Venezuela seguiría estando a la cabeza de la región. En otras palabras: no sólo (ni sobre todo) mata la represión.

Las economías ilegales en general, y el narcotráfico en particular, constituyen el principal motor de la violencia en Latinoamérica. En esto, no sólo Venezuela no es una excepción, sino que su territorio se ha ido convirtiendo en tierra fértil para grupos de todo tipo. Un estado descoyuntado con aparatos fácilmente corruptibles en busca de financiación (personal e institucional) constituyen el caldo de cultivo perfecto.

El problema va mucho más allá de Caracas, aunque ésta se mantiene desde hace años en los tres primeros puestos. Un informe publicado por International Crisis Group hace sólo dos semanas expone cómo la mitad sur minera del país se ha convertido en un espacio de acción y conflicto sobre el oro en el que participa no sólo el Estado venezolano y los mencionados grupos criminales, sino también la guerrilla colombiana del ELN. Así, no es de extrañar que urbes de la zona, como Ciudad Bolívar o Ciudad Guayana, se mantengan en el top diez de homicidios en el mundo.

Pero, más allá de niveles absolutos, si hay un país cuya evolución negativa destaque, es México. No sólo ha batido sus propios récords de homicidios en el país en 2017 y 2018, y superó a Brasil y Colombia, sino que ha conseguido copar la lista de las ciudades más violentas del mundo. ¿Cómo ha llegado a este punto?

Los datos muestran dos características particulares de los núcleos mexicanos más violentos: por un lado, lo son mucho más que la media federal. Por otro, varían bastante con el tiempo. A excepción de Acapulco, las entradas y salidas de municipios mexicanos en la lista son constantes. Los Cabos o La Paz, presentes con niveles muy elevados en 2017, desaparecen al año siguiente. Irapuato es nueva incorporación.

“Hay dos grandes olas de violencia en México”, explica Santiago Rodríguez, asociado en la consultora SIMO. “La primera, de 2006 a 2011, coincide con la guerra contra las drogas de Felipe Calderón y el paulatino desplazamiento del negocio de los cárteles colombianos hacia el país”. La segunda comenzaría en 2014 y llega hasta hoy, con un aumento sostenido de los homicidios a nivel federal que esconde tendencias muy cambiantes en las regiones. El motor, afirma Rodríguez, es el mismo: la creciente demanda de droga al norte de la frontera.

Pero el experto en políticas de prevención de violencia apunta a ciertos aspectos coyunturales decisivos en un proceso de tres fases: primero, el descabezamiento de grupos ilegales significativos que lleva a la dispersión, moviendo los conflictos de manera variable alrededor del territorio y manteniéndolos activos en los feudos clave del tráfico, siendo Acapulco el caso paradigmático. Segundo, la búsqueda de nuevos mercados ilegales, entre los que destaca el robo de combustible. Así, explica Rodríguez, la presencia de oleoductos ayuda a entender el aumento de violencia en territorios antes pacíficos. Por último, en este entorno fragmentado se está consolidando un nuevo grupo dominante: el Cartel Jalisco Nueva Generación. La multiplicación de la violencia homicida en Tijuana se comprende en no poca medida porque el CJNG se toma esta ubicación fronteriza clave.

Todo ello se produce en un contexto de corrupción que ofrece obvios espacios de oportunidad a quien así los busque. La ruptura de la norma está lo suficientemente extendida como para que el crimen organizado pueda moverse (y el desorganizado, organizarse) a lo largo y ancho del territorio mexicano, conquistando bastiones urbanos que antes parecían inaccesibles.

Llegados a este punto, resulta instructivo comparar el caso mexicano con el colombiano. Mientras México escalaba puestos, Colombia los iba perdiendo. El país andino tenía cinco municipios en el top cincuenta hace cinco años, uno de ellos (Cali) en el noveno puesto. Hoy sólo le quedan dos, y ambos en descenso. Relativo, eso sí, como sucede en el conjunto del país. La caída parece más pronunciada porque los niveles de partida eran algo fuera de toda norma (entre 1986 y 2002, Medellín tuvo tasas de homicidio nítidamente superiores a las que tiene hoy Tijuana, la ciudad más violenta del mundo). Se trata de un descenso, al fin y al cabo.

El proceso de paz con las FARC ha ayudado a explicar esta caída, como apunta Ángela Olaya, politóloga en el centro de análisis InSight Crime. Pero, añade, también hay riesgos: con la desmovilización de grupos armados suele producirse un cierto vacío de poder que se llena con disidencias, o con peleas por el control del territorio. “El problema es que no hay una rápida presencia del Estado ni una estrategia para mitigarlo”. Más concretamente, no hay presencia sólida de lo que podríamos denominar estado local: desde policías apegadas al terreno hasta oportunidades alternativas para quienes deben escoger si seguir en economías ilegales o aprovechar la ventana del posconflicto para incorporarse a la vida civil. Si la oferta de opciones a quienes deben desmovilizarse no es lo suficientemente atractiva ni rápida, siempre ganará la supervivencia.

Algo relativamente similar sucede con los jóvenes que se desarrollan en el creciente entorno del microtráfico en las ciudades colombianas. “Es un fenómeno redondo”, explica Olaya. “Lo que sobra de la exportación en puntos de ruta de salida como Cali o Palmira se emplea como pago” a quienes se encargan de ella e inician su propio mercado local.

Cali y Palmira (apenas a 30 kiómetros de distancia) son de hecho las dos únicas localidades colombianas que siguen en la lista. Igual que en México, la ausencia de un liderazgo definido ayuda a explicar el mantenimiento de las tasas de homicidio. A diferencia de lo que sucede en otras zonas del país que han salido del top, no existe una negociación viable entre cabezas criminales que pueda definir una pax mafiosa. Antes al contrario, la multiplicidad de estructuras fragmentadas y el rápido reemplazo de las mismas asegura un entorno de violencia constante. Este proceso centrífugo ofrece, paradójicamente, oportunidades a la administración para construir Estado local, en el ámbito policial y en el desarrollo de oportunidades alternativas.

A pesar de las evidentes diferencias circunstanciales, se adivinan ciertos patrones comunes que van más allá de la obviedad estructuralmente determinante del narcotráfico. Por un lado, parece claro que la ausencia de grupos capaces de monopolizar los mercados ilegales fomenta la aparición de homicidios. Si se piensa, esto es sólo una derivada lógica de la máxima de que si el Estado no tiene el monopolio de la violencia, alguien lo tendrá. Y si ese alguien no es una entidad única o mínimamente organizada, el conflicto es la situación natural. Venezuela es hoy el caso paradigmático, igual que lo fue El Salvador u Honduras hace media década.

Lo interesante es que el caos puede constituir una oportunidad, como parece que podría estar sucediendo en Cali-Palmira. Como también parece que sucedió en los dos primeros años de Enrique Peña-Nieto: entre 2012 y 2014, México vivió una significativa reducción de los homicidios. Ambos casos ofrecen respuestas sustancialmente distintas a la pregunta de cómo retomar el monopolio de la violencia en las ciudades. La alternativa mexicana parte de la centralización del poder. Y, de hecho, la propuesta actual de AMLO es una versión extrema de esta misma solución: toda la capacidad para el Estado central, constitución de una guardia nacional y un mando único, presencia militar en cada calle del país. El riesgo de esta opción es que, si el primer golpe no es lo suficientemente certero, la fragmentación te devuelve el mismo coste que le trajo al país en su momento.

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