La crisis existente en el país latinoamericano ha provocado la huida de 5,6 millones de migrantes y refugiados
«La tierra de Venezuela va a ser destruida y los hombres huyen, huyen con la obstinación de los locos, de los empavorecidos, temiendo que el esqueleto se les vaya a escapar de la carne». Como si hubiera viajado en el túnel del tiempo, Arturo Uslar Pietri anticipó en Las lanzas coloradas, obra clave de la narrativa criolla sobre la independencia, el acontecer actual de Venezuela, un país sumido en el colapso nacional.
Las imágenes de hoy en la frontera de los que también huyen enflaquecidos son tan desoladoras como las dibujadas por el ingenio del narrador, con una gran diferencia: estas son absolutamente reales. La postal frente a nuestros ojos rebosa dolor sólo amortiguado por las sonrisas inocentes de los niños. Estamos en el mundo al revés, donde una mujer con sus cuatro nietos menores de edad (11, 8, 7 y 3 años) ha cruzado los límites con Colombia para dirigirse, a pie y sin dinero, desde San Juan de los Morros hasta Cali. Entre las dos ciudades hay más de 1.700 kilómetros.
Hasta ahora, en el mundo de la emigración, las abuelas cuidaban a los hijos de sus hijos en los hogares familiares mientras los padres se ganaban la vida en el extranjero. En Venezuela eso ya ni siquiera es posible para miles de sus ciudadanos, transformados en los parias de la región, en los sirios de América Latina.
No importa la pandemia, no importa la extorsión que practican contra ellos los guardias nacionales de la revolución ni el diezmo que deben pagar a la guerrilla aliada de Nicolás Maduro en los pasos clandestinos de una frontera cerrada. La huida es masiva, cientos y cientos cruzan a diario las trochas (pasos ilegales) de la frontera para buscar una vida nueva en Colombia, Ecuador, Perú, Chile o Argentina. Los más aventureros se lanzan incluso al norte para buscar el corredor centroamericano que les acerque a Estados Unidos.
Sólo los venezolanos pueden competir hoy con la formidable diáspora siria. Algunos creen que ya son más los que han huido del gran fracaso bolivariano; los más conservadores apuntan que el sorpasso llegará a final de año si Maduro sigue en el poder. Y en el horizonte chavista, ajeno a la desgracia nacional, no se ve ni un solo nubarrón.
«Llevamos caminando un mes y siete días. Me dirijo a Cali con mis nietos. Me los traje de Venezuela porque la situación está allá muy crítica: no hay comida, hay mucha desnutrición. Uno se acuesta con una arepita y se para [levanta] con otra arepita en el estómago. No hay alimentos, no hay nada para que uno pueda sobrevivir. Me tocó venirme con mi familia para Colombia. Aquí la gente es muy humanitaria y nos ayuda mucho a los venezolanos», explica la abuela Hortensia López, de 66 años, durante una parada en el camino en el Punto de Apoyo de Hermanos Caminantes, a 50 kilómetros de la frontera.
Las tres niñas y el más pequeño están temblando de frío, mojados de pies a cabeza porque en estos días diluvia en la frontera del fin del mundo. Una de las chiquillas usa la camiseta del Barça como un vestido, porque le viene muy larga. Sus chancletas están roídas por el cemento. En Venezuela no hay gasolina y los precios del transporte es en dólares, prohibitivos para los humildes, obligan a caminar desde el inicio. Ya en Colombia, también toca seguir a pie salvo que algún generoso les dé «la cola» (autostop). Todavía les faltan 900 kilómetros.
A Ronald Vergara, el ángel de la guarda que ayuda a sus paisanos a pie de carretera, no le queda ropa para donar. No importa: les regaló la ropa seca de sus hijos. «La historia de Hortensia y sus nietas es una de las situaciones más duras de las muchas que vivimos a diario, sólo ayer repartimos 500 sopas con pollo para los 500 emigrantes que pasaron por aquí. La abuela venía arrastrándose porque tiene una dolencia en una pierna», resume Vergara, un año en tareas solidarias.
En Hermanos Caminantes, en la frontera, en los albergues de Pamplona, incluso a la entrada del tenebroso Páramo de Berlín, con temperaturas bajo cero, se confirma todos los días que la actual ola migratoria es la más vulnerable de todas: los más pobres de los barrios más po
bres, incluidos abuelas y nietos.
«La cifra que manejamos en este momento son de 5,6 millones de migrantes y refugiados, la crisis más grande de la Historia en América Latina y el Caribe y actualmente la segunda del mundo después de Siria con 6,7 millones de refugiados. El tema es que de prolongarse el régimen ilegítimo de Maduro y si se llega a normalizar el paso fronterizo, solventada la pandemia, las proyecciones que tenemos es que a final de año sí habrá más refugiados venezolanos que sirios», calcula para EL MUNDO David Smolansky, comisionado de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA) para la crisis de migrantes y refugiados venezolanos.
En cambio, para el sociólogo Tomás Páez, al frente del Observatorio de la Diáspora, la emigración venezolana ya ha sobrepasado la barrera de los 6,5 millones de personas, a la altura de la siria, provocada por la guerra civil. En Venezuela, ni terremotos ni huracanes ni guerras, bastó con una revolución para resquebrajar al que fuera el país más rico de América.
La OEA estima que para 2022 ya serán siete millones de venezolanos repartidos en todo el planeta y en el continente, que suma 2/3 partes de toda la emigración: Colombia (casi 1.800.000 millones), Perú (un millón), Chile (medio millón), Ecuador (más de 420.000), Argentina (cerca de 280.000), Brasil (300.000), México (más de 100.000), Panamá (en torno a 120.000), República Dominicana (cerca de 120.000) y en países pequeños del Caribe como Trinidad y Tobago y Guyana hay 40.000.
El Observatorio de la Diáspora va más allá: los venezolanos ya están en 300 ciudades y 90 países. «Ni el coronavirus ni el cierre de las fronteras han frenado la diáspora. Por las trochas de la frontera, con los peñeros [barcas] que van a Trinidad, por la Guajira, por Apure en medio del conflicto, por la frontera con Brasil… Sí ha logrado reducir el ritmo, pero siguen saliendo porque la situación es tétrica en Venezuela. Los 110.000 que retornaron al principio de la pandemia están volviendo pero llevando a familiares y amigos», profundiza para EL MUNDO Páez.
En India, en China, en Canadá, en Australia, incluso en la Hungría antiemigrante de Viktor Orban, que abrió sus puertas a todos los criollos que fueran capaces de encontrar antepasados húngaros en su familia. Más de mil organizaciones de venezolanos se han repartido por el mundo tanto para ayudar a los que llegan como a los que todavía permanecen en el país.
«Estamos ante un deslave humano en el que la gente llega a donde puede. Y la forma de huir es caminando y con más frecuencia gente también que se lanza al mar para llegar a alguna de las islas del Caribe», subraya Smolanksy.
Los balseros venezolanos ya compiten con cubanos y haitianos. Y también sufren la crueldad del mar. El último naufragio, producido la semana pasada frente a las costas de Boca de Serpiente, se ha cobrado de momento siete vidas que serán más, ya que hay 11 desaparecidos.
Por el contrario, las «cifras» del chavismo ni se asoman a la realidad. En sus homilías televisivas, Maduro ha asegurado que entre 300.000 y 600.000 conciudadanos se han ido del país «engañados por las redes sociales». La primera gran huida comenzó con la llegada al poder de Hugo Chávez a finales de siglo pasado, pero desde 2014, con el «presidente pueblo» al frente del país y con la crisis humanitaria mostrando sus colmillos, comenzó la segunda gran fuga con distintas oleadas, incluida la que se vive actualmente.
Como si fueran capítulos de la obra imaginaria de Uslar Pietri, los caminantes venezolanos narran sus vicisitudes con normalidad, como si no se trataran de peripecias al límite. «Llevamos caminando una semana y media», confiesa la jovencita Yusneidy Abarles mientras da un biberón a su bebé de un mes. Acaba de dar a luz y viene con su esposo. Lo que cuenta, estremece: «Me duele mucho», en la zona donde le practicaron la cesárea, el bebé tiene gripe por culpa de las lluvias y tampoco tiene pañales.
En sólo 48 horas, el desfile de los caminantes bajo la lluvia es fantasmagórico. Cuatro jóvenes con Angie al frente pasan cargados de bultos y protegidos por el plástico de las bolsas para la basura. No hay nada mejor. Llevan siete días caminando desde Mérida y todavía les faltan más de 500 kilómetros hasta Medellín.
Sandra lo tiene mucho peor: se ha fracturado el tobillo en los pasos clandestinos de la frontera por el río Pamplonita, los mismos que la semana pasada se tragaron al abuelo Pedro Ascanio y a sus nietos Yadira (15 años) y Anderson (10). Una ambulancia acaba de recoger a otra mujer, que se ha desmayado al llegar al punto de encuentro de Vergara, donde también está la Cruz Roja.
A todos ellos lo que más les pesa sobre sus hombros es Venezuela, jamás imaginaron en otros tiempos que acabarían de esta forma huyendo del país que tanto aman. Como Naudis, quien bajo la lluvia comanda un grupo de seis personas con su bandera colgada del cuello para protegerse del agua y del frío. Van camino de Perú y caminan con unas alpargatas ya deterioradas.
El día acaba así en Villa Marina, a 50 kilómetros de la frontera, epicentro de la ruta de los caminantes. Las noticias que llegan desde la cercana Pamplona cierran la jornada con otra bofetada de crueldad: han hospitalizado al bebé de Yusneidy, nacido hace sólo 33 días. La tragedia venezolana le ha llevado hasta urgencias porque casi no puede respirar. Es uno de los sirios de América más joven que ha llegado por aquí. No será el último.
El desfile bajo la lluvia por la frontera con Colombia es fantasmagórico
Yusneidy tiene que ingresar a su bebé en urgencias. Casi no puede respirar