Una letra en su cédula venezolana. Eso es lo que le impide seguir su largo camino hacia Perú, se lamenta Félix Barreto, un chef profesional de 26 años, varado junto a su esposa embarazada y su hijo de dos años en el puente internacional de Rumichaca, el cruce fronterizo entre Colombia y Ecuador. Oriundos de Maracay, norte de Venezuela, hasta aquí llegaron como “mochileros”, caminando y haciendo autoestop. Su documento de identidad se le mojó durante la travesía, y el agua borró una de las letras de su nombre. Por esa alteración, las autoridades colombianas no le han expedido una carta andina, el anhelado documento migratorio que necesita.
“Ya tenemos una semana en carretera. Nos fuimos a pie y nos dieron muchas colas, vimos el lado humano de Colombia, que no lo habíamos visto en Cúcuta”, donde pasaron un mes trabajando en medio de maltratos, cuenta sentado sobre sus maletas. A su lado, avanza la enorme fila de migrantes que buscan sellar su pasaporte u obtener su Tarjeta Andina Migratoria, el nombre formal. Ante la parálisis de las autorida- des venezolanas para emitir documentos, ese papel se ha convertido en la tabla de salvación para transitar a terceros países, aunque Ecuador anunció el pasado jueves que comenzará a exigir el pasaporte.
Como Barreto, que promete plantarse hasta que algún funcionario le ayude, miles de venezolanos atraviesan a diario el territorio colombiano, en medio de páramos y montañas, de ciudad en ciudad, para llegar a Rumichaca. En autobús, a pie o haciendo autoestop recorren los casi 1.500 kilómetros que separan Cúcuta, en la frontera nororiental con Venezuela, de Ipiales, en el borde suroccidental. Un trayecto de casi 30 horas por carretera, que para los caminantes se alarga durante semanas. Cada día, salen entre 200 y 300 venezolanos caminando desde Cúcuta, según dice la Cruz Roja.
“No te voy a decir que éramos pobres, pero ya las cosas se nos escapaban de las manos porque era muy caro todo”, cuenta este padre de familia mientras recita las ciudades por las que pasaron y hace cuentas imposibles sobre los precios de la distorsionada economía venezolana. En el puente, a unos 2.900 metros sobre el nivel del mar, el frío se siente hasta los huesos. La temperatura desciende hasta siete grados cuando cae la noche. Un clima muy distinto al de las calurosas urbes venezolanas donde comienzan su travesía.
Colombia, que comparte 2.200 kilómetros de frontera con Venezuela, ya acoge a un millón de ciudadanos del país vecino que ha huido de la hiperinflación, la escasez de alimentos y medicinas o la inseguridad. Ese flujo migratorio ahora se desborda a Ecuador, a donde han cruzado más de 547.000 venezolanos en lo que va de 2018, informó la ONU esta semana, con el paso de Rumichaca como el cuello de botella. La mayoría apunta como destino final al propio Ecuador, donde tienen algún familiar, o Perú, donde regularizan su situación y homologan sus títulos con más facilidad.
Niños sin vacunar
La fragilidad de los viajeros salta a la vista. Llegan desnutridos, deshidratados, con bajas defensas y los niños sin vacunas, detallan los equipos médicos que la Cruz Roja ha desplegado en el puente. El drástico cambio de clima los golpea. Hay tantas historias como migrantes. Son profesionales, técnicos o bachilleres de todos los Estados del país. El desgaste emocional también pasa factura. “Muchos dejan a sus padres, sus esposas, incluso sus hijos, esa ruptura familiar es lo que más los desestabiliza”, relata Daniela Burbano, la psicóloga que los atiende.
Jessica Delgado, de 23 años, quería salir desde hace mucho de Valera, en el Estado Trujillo de Venezuela, pero esperaba a que el mayor de sus tres hijos, de seis años, terminara las clases. Solo entonces se echó a la carretera. Desde que acabó el calendario escolar, a mitad de año, ha aumentado la llegada de familias. “Pensaba que íbamos a caminar mucho, más bien no, muchas personas nos ayudaron”, cuenta agradecida, con su bebé de apenas ocho meses en brazos, picada por los zancudos (mosquitos), pero saludable. Las historias de solidaridad se multiplican. “Hemos comido mejor que en Venezuela”, asegura.
Sobre el terreno, la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) lidia con la emergencia del lado colombiano. Muchos asocian este organismo con las catástrofes naturales, pero otro de sus mandatos es la concentración masiva de personas. En el puente, que algunos apodan la feria del chaleco, se coordina con la Cruz Roja, Acnur y la Organización Internacional para las migraciones (OIM), entre otros, para llevarles alimentos, colchonetas, mantas y tiendas de campaña. La espera a la intemperie puede llegar a durar más de un día. En ambos lados acechan los estafadores y proliferan los vendedores de bebidas calientes, gorros y guantes.
El flujo ha ido en aumento desde finales del año pasado. El 7 de agosto, fecha de la toma de posesión de Iván Duque, la llegada masiva superó la capacidad de las autoridades y provocó el cese del tráfico de vehículos en este punto de la frontera. Durante dos jornadas hubo picos de cerca de 8.000 personas intentando sellar su salida, cuentan los socorristas. Jesús Fuenmayor, un supervisor venezolano en la improvisada terminal que recibe a diario entre 20 y 30 autobuses de 40 pasajeros desde Cúcuta, cuenta que ese día llegó a registrar 72 viajes.
La razón de esa estampida, según los locales, fue un rumor surgido en Venezuela que aseguraba que el nuevo presidente colombiano iba a cerrar el cruce. Duque ha denunciado repetidamente la “dictadura” de Nicolás Maduro. Ahora todos están a la espera de la nueva política migratoria que promete el Gobierno para afrontar la crisis humana que ha provocado el éxodo venezolano. Un tsunami que se desborda por las fronteras sudamericanas.