Aparentemente culminó el apagón que durante una semana oscureció a Venezuela y agudizó la crisis humanitaria, no solo provocando la falta de agua, medicinas y comida, sino también generando desmanes provocados por los saqueos. Su aparente finalización abre un interrogante sobre el incierto futuro de la transición. Si bien la movilización popular ha sostenido este proceso, la novedad ha sido que Juan Guaidó, a quien le tocaba la presidencia rotativa de la Asamblea Nacional, se declaró presidente interino en función de una particular interpretación de la Constitución venezolana. En el contexto de una brutal crisis económica y humanitaria, la jugada sorprendió al resto de la oposición que no había sido consultada. Sin embargo, Estados Unidos, que aparentemente estaba al tanto de la apuesta, reconoció inmediatamente a Guaidó. Y a continuación lo hicieron Canadá y más de cincuenta países, mayormente latinoamericanos y europeos. Dicho reconocimiento escudó a Guaidó hasta ahora de la represión del régimen, como se vio cuando regresó a Venezuela por el aeropuerto de Caracas.
La ciencia política nos dice que todas las transiciones son inciertas, pero nos da algunas pistas sobre sus posibilidades. Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter nos dirían que la pertenencia de Guaidó a la minoritaria Voluntad Popular, que es el ala más radical de la oposición, podría ser problemática. Sin derrota militar, es difícil lograr el éxito de la transición sin negociaciones entre ambas partes. Venezuela recurrió a este mecanismo en 1958 cuando el Pacto de Punto Fijo selló el compromiso que permitió restablecer la democracia. Dicha democracia incluso sobrevivió a la ola de dictaduras militares que cubrió la región en los años setenta. Chile aprendió de esa experiencia cuando Pinochet tuvo que retirarse después de perder sorpresivamente un plebiscito con el que buscaba legitimarse. Para garantizar el éxito de esa transición, la oposición moderada que lideraba el proceso le cedió el control de las Fuerzas Armadas, un número de senadores designados (que incluía a Pinochet), la asignación del diez por ciento de las utilidades de Codelco (la empresa nacional del cobre) para el presupuesto militar y una amnistía para las violaciones de derechos humanos, entre otras cosas.
La credibilidad de las promesas de Guaidó podría estar limitada por el radicalismo de Voluntad Popular y por sus propios seguidores, que se están exponiendo a la represión del régimen. La amnistía discutida hasta ahora pareciera excluir las violaciones de derechos humanos. Aunque las incluyera, tras la experiencia chilena, en que la amnistía no pudo escudar a Pinochet de hacer frente a la Justicia, la credibilidad de un indulto puede ser limitada. Ante la posibilidad de castigo, los ya mínimos incentivos de Maduro y los dos mil generales venezolanos –la mayoría de los cuales no controla tropas, sino negocios– para dejar el poder disminuyen aún más. Hay que reconocer además que, pese a la mínima popularidad de Maduro –gracias a la debacle económica y a la represión (particularmente descarnada en barriadas populares históricamente chavistas)–, el chavismo no ha muerto y debe reconocerse su posibilidad de presentarse a las elecciones. Más aún, siguiendo a Adam Przeworski, una transición exitosa requiere incertidumbre en los resultados electorales; es decir, la posibilidad de que el chavismo también pueda ganar.
¿Qué incentivos tiene los chavistas en el gobierno para aceptar una transición pactada que puede resultar en su derrota electoral y que, en cualquier caso, limitará su poder? Aunque la oposición ya cuenta con chavistas entre sus filas, las defecciones militares parecieran ser aún limitadas (aunque el alto número de militares presos muestra los riesgos de hacerlo). Estados Unidos no pareciera
Para los países de la región, el costo de apoyar una intervención militar es altísimo
Se contrapone la urgencia del presente con la necesidad de justicia
tener tanto compromiso con la transición, ya que no ha otorgado estatus de refugiados a los venezolanos que huyen de Maduro.
La idea de una intervención militar puede parecer beneficiosa al senador Marco Rubio (que busca consolidar el apoyo republicano en Florida), pero no parece estar siendo considerada seriamente por el gobierno estadounidense. Una intervención militar podría llevar a una guerra civil, ya que los militares venezolanos comparten el control del territorio con grupos paramilitares y bandas criminales. Las invasiones de Estados Unidos a Afganistán e Irak, con Estados también muy frágiles, terminaron produciendo guerras civiles que generaron mucha resistencia en la opinión pública norteamericana. Recordemos que Trump llegó al poder prometiendo reducir dichas intervenciones. Para los países de la región, cuyo principal incentivo de participación en el proceso pareciera ser el incontable número de refugiados venezolanos, el costo doméstico de apoyar una intervención militar y romper con la doctrina latinoamericana de nointervención es altísimo. La larga y trágica historia de las intervenciones norteamericanas dividiría a los militares y generaría graves costos electorales a los presidentes de la región. Más aún, las consecuencias de largo plazo para las grietas políticas latinoamericanas serían devastadoras.
El principal incentivo de la transición es el deterioro de la economía venezolana, la caída de la producción petrolera, la falta de mantenimiento de su infraestructura y sus consecuencias sobre la población, que incluye a las tropas militares. La deuda venezolana con Rusia y China y las inversiones y contratos de estos países podrían abrir la posibilidad de una negociación creíble si estos países se sumaran al grupo de contacto que incluye a México, Costa Rica, Uruguay, así como a varias naciones europeas (que hasta ahora no han impuesto sanciones a Venezuela). Para China y Rusia, dicha opción implicaría pensar en intereses económicos antes que políticos, rompiendo con su estrategia actual de política exterior. Sin embargo, estos actores tendrían más credibilidad frente al régimen que Estados Unidos y el Grupo de Lima, y le darían la oportunidad a un chavismo pos-Maduro de apostar a un futuro electoral. Una negociación cerrada al proceso transicional permitiría resucitar la economía, distribuir ayuda humanitaria no politizada y el regreso de la diáspora venezolana.
Una negociación transicional, sin embargo, conlleva la discusión de garantías para los personeros del régimen. Más allá de nuestras posiciones normativas sobre la necesidad de justicia, el statu quo tiene un enorme costo para la población civil venezolana, un costo que se agudizó con las sanciones económicas norteamericanas. Se contrapone la urgencia del presente con la necesidad de justicia; una decisión difícil, pero crucial para la transición. La respuesta a dicha dicotomía no la sabremos, de todos modos, si no se produce una división entre sectores del régimen que modifique los incentivos de la actual administración para negociar una transición. El desafío de la oposición consiste ahora en generar condiciones que empujen en esa dirección. Y si se abre la oportunidad de negociar una transición, consistirá en asumir los costos de las garantías necesarias para lograr su éxito. Ambos desafíos serán claves para el futuro de la transición