Ciudad de Guatemala— Guatemala está en crisis. La Fiscalía General y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), el órgano independiente auspiciado por la ONU, tienen investigaciones abiertas por casos de corrupción contra el presidente Jimmy Morales, 37 diputados y muchas de las empresas más grandes del país.
Para liberarse de ese cerco judicial, el presidente —quien antes era comediante y ganó las elecciones en 2015 con el eslogan “Ni corrupto ni ladrón”— parece decidido a cruzar la línea del Estado de Derecho y quebrantar las condiciones básicas de rendición de cuentas de la democracia que Guatemala ha intentado construir en los últimos años.
Así que hoy el país está ante una encrucijada existencial: o bien Guatemala tomará un paso decisivo hacia la democracia al reafirmar un sistema de justicia independiente o bien las élites corruptas terminarán por cooptar el control total del Estado, y despertarán los fantasmas de las dictaduras de nuestra historia
Estados Unidos —que a la vez financia la Cicig y cuyas agencias de inteligencia han sido aliadas históricas de los servicios militares guatemaltecos— también está en un dilema: apoyar los esfuerzos antimpunidad que han solidificado el Estado de Derecho en el país o respaldar a la alianza mafiosa que sostiene al presidente Morales en aras de “la estabilidad regional”.
La balanza se ha inclinado de momento por lo segundo: Mike Pompeo, el secretario de Estado estadounidense, reiteró ayer su apoyo a Morales y “expresó su continuo apoyo […] por una Cicig reformada”. Independientemente de que una Cicig reformada tendría que recorrer un camino largo para implementar esos cambios, el problema es que Pompeo quiebra con la postura del Congreso y el Senado estadounidenses y el resto de los países que aportan financiamiento a la Cicig, entre ellos el Reino Unido y Canadá: defender que al frente de la Cicig siga el comisionado Iván Velásquez, un juez colombiano de trayectoria impecable que ha llevado la lucha contra la corrupción y la impunidad a niveles impensables en la región.
Si se oficializa esta respuesta desde Washington, sería una apuesta en contra de la democracia que tendrá consecuencias peligrosas. El espaldarazo puede envalentonar al presidente Morales a emprender lo que muchos creemos que hará: un golpe de Estado. De darse, Guatemala perdería una década de una lucha inédita en su historia contra la cultura de impunidad de los poderosos. Estados Unidos será responsable, nuevamente, de abonar para frenar la democratización de Guatemala, como lo hizo en 1954 y 1982.
A diferencia de otros países, como Nicaragua o Venezuela, en Guatemala la batalla por la defensa de la democracia no ha sido entre un gobierno corrupto y ciudadanos que protestan, sino entre las instancias de investigación judicial y los grupos que han ostentado el poder.
Ahora el presidente Jimmy Morales busca frenar dos investigaciones por corrupción contra él y su familia, mientras que dentro de su círculo más cercano tiene a un secretario de Estado acusado de lavar dinero para un político preso, un militar prófugo acusado de crímenes de lesa humanidad, un diputado encarcelado por haber asesinado a dos periodistas y un general acusado de haber asesinado a su padre por una herencia. El Gobierno ha conformado una alianza para desmantelar la Cicig en contubernio con un grupo de empresarios preocupados porque han visto a decenas de sus líderes en prisión por financiar a políticos ilegalmente o por no pagar impuestos en los últimos cuatro años.
Del otro lado de esta cruzada por la democracia está el 69 por ciento de los guatemaltecos, según una encuesta de agosto de la firma Politik. La mayoría de los ciudadanos respalda la labor del Ministerio Público y la Cicig, que juntas han acusado a alrededor de 650 personas —políticos, jueces, militares, empresarios y miembros del crimen organizado— por casos de corrupción y otros delitos.
Los países cooperantes con Guatemala agrupados en el G13 firmaron una declaración en la que rechazan las acciones del Gobierno contra la Cicig. La excepción fue Estados Unidos. Pero en la clase política del país norteamericano hay una fracción que apoya los esfuerzos anticorrupción en Guatemala: senadores y congresistas del Partido Republicano y del Demócrata que financian el 27 por ciento del presupuesto de la Cicig e incluso John Kelly, jefe de gabinete de la Casa Blanca de Donald Trump, en el pasado ha reiterado su respaldo a la comisión. Si los senadores y congresistas, Kelly o los funcionarios del Departamento de Estado que están a favor de la Cicig logran revertir la línea de Pompeo, Estados Unidos podría ayudar a estabilizar Guatemala.
En estos días, es probable que la Corte de Constitucionalidad ordene la destitución de los funcionarios estatales que incumplieron su sentencia e invalide las acciones del presidente Morales. Pero también es probable que el mandatario no acate la orden. Si así sucede, los guatemaltecos, que en 2015 pidieron masivamente la renuncia del entonces presidente Pérez Molina, podrán ahora hacer lo mismo: ejercer presión social para no perder nuestra democracia. Quizás lo tengamos que hacer sin el apoyo de Estados Unidos ni el de la mayor parte de la élite económica del país, como siempre.
Será Guatemala contra la historia.