De gorra, con la visera invertida, un joven rapea rimas de protesta contra Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, mientras otro de arito y trenzas les pone música con su voz. La escena podría ser la de cualquier esquina del planeta –el hip-hop es la banda de sonido de la juventud global–, pero esta es en una ruta montañosa de las afueras de Cúcuta, la ciudad colombiana fronteriza con Venezuela, y el grupito que la protagoniza canta para no entristecerse por lo que dejó ni asustarse por lo que le espera.
Son cinco venezolanos, todos salvo uno son familia, y tienen entre 21 y 24 años. A pie, sin dinero ni documentos, con unas pocas pertenencias que cargan en mochilas o valijas de cabina, buscan recorrer los más de 8000 kilómetros que los separan de Buenos Aires para trabajar y forjarse el futuro que en su país ya resulta imposible. Son el nuevo escalón de la crisis de miseria que azota a Venezuela –la economía se contraerá un 18 por ciento este año– y el fenómeno que desde hace un par de semanas asusta a las autoridades colombianas: los caminantes.
Expulsados por la crisis económica y el hambre, miles de venezolanos cruzan a Colombia y se lanzan a las rutas a pie y haciendo dedo. No tienen plata para comida ni para hospedaje, mucho menos para pasajes.
el éxodo. Cinco jóvenes, de entre 21 y 24 años, y un bebé, de uno, se fueron sin dinero de su país, desesperados porque no hay comida; su destino es Buenos Aires, donde los espera un familiar; el grupo ya llegó a Cali; las rutas de Colombia están repletas de migrantes en la misma situación Primera parte
Algunos dicen ir a Bogotá, otros a Quito, otros a Lima, otros a donde sea que consigan trabajo. Si antes se iban los que podían pagarse un avión, o por lo menos un ómnibus, ahora ya huyen hasta los más pobres, que se van apenas con lo puesto. En la Argentina, los venezolanos rompieron los récords de inmigrantes: el año pasado fueron la tercera nacionalidad con más radicaciones otorgadas.
entrevistó a Johnoliver la nacion León (24), José León (24), Marcos Reyes (21), José Rojas (23) y Keyler León (22) –más Johnayker Rojas, de un año, que viaja en un cochecito empujado por José y Keyler, sus padres– el 13 de julio, en su primer día de caminata por las rutas de Colombia. Esta semana ya habían llegado a la ciudad de Cali.
“Un ratico a pie y otro ratico caminando”, así describe Johnoliver el sistema de transporte que eligieron para irse de Venezuela con destino a Buenos Aires. Lo de eligieron, claro, es un poco engañoso.
Luego de tener que dejar a su hija y a su familia en Barquisimeto, su ciudad natal, porque ya no había qué comer, Johnoliver y el resto del grupo sobrevivió durante meses en las inmediaciones del puente Simón Bolívar, uno de los pasos más transitados de la frontera entre Venezuela y Colombia. Repleto de compatriotas en su misma situación, allí apenas juntaban dinero para pagarse el alojamiento y decidieron lanzarse hacia el sur para buscar un mejor futuro. Llevan sus ganas, su juventud y una pequeña valija con ropa. Nada más.
“Mi meta es conocer Buenos Aires. Vi por internet la parte céntrica y un puente que está como en el mar, se ve demasiado bonito”, dice acaso refiriéndose a la típica postal de Puerto Madero, o quizás La Boca.
Las sutilezas geográficas no le interesan a Johnoliver, que camina por las rutas de Colombia con la certeza de ser uno de los elegidos. “El que emigra de su país –afirma– es el más trabajador, el que quiere salir adelante”. Con oficio de repostero y vocación de cronista, anota los detalles de su viaje por América en una libreta y va componiendo canciones que luego rapean sus amigos mientras transitan el enorme continente que separa Barquisimeto de Buenos Aires.
Vendrán por etapas, dice, caminando, haciendo dedo, trabajando en el camino. Pero el destino es la Argentina. Allí, explica, tienen un primo que ya está instalado y les aseguró que hay posibilidades de empleo y son bien recibidos, las únicas dos condiciones que necesitan para prosperar.
El resto asiente y comienza a lanzar las pocas referencias que tienen del país: Messi, Maradona, “che, boludo”. “Me imagino un país hermoso”, se ilusiona Marcos. Aunque tristes y cansados como el resto de los venezolanos expulsados que caminan por las rutas de Colombia, ellos conservan la alegría y se toman casi como una aventura los desafíos que los esperan.
Según los números de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), 1,5 millones de venezolanos se fueron del país desde 2014. Es probable que el número sea aún mayor. Colombia realizó un censo a principios de este año y registró 870.093 venezolanos, pero a estos hay que sumarles los que no se presentaron y los que siguen saliendo. En su último informe de desplazados en el mundo, la Acnur destacó la gravedad de la situación en Venezuela, cuya cifra de solicitudes de asilo es la cuarta más alta del mundo. Solo la superan los pedidos de afganos, sirios e iraquíes, países atravesados por conflictos bélicos, algo que no hay en Venezuela. Con reservas de petróleo y un pasado reciente de prosperidad, la crisis allí no es producto de la guerra. Responde, en cambio, a desmanejos políticos y económicos.
Proximidad
Por un tema de cercanía, Colombia, Brasil, Ecuador y Perú son los mayores receptores de la emigración venezolana. Pero también llegan muchos a la Argentina. El año pasado los venezolanos solo fueron superados por los paraguayos y los bolivianos en el ranking de nacionalidades con más radicaciones otorgadas. La particularidad es que eran inmigrantes con alto nivel educativo y recursos para costearse el largo viaje: 4116 de esos permisos de residencia fueron a ingenieros.
Como Rafael Díaz (53) un ingeniero con una especialidad en bioelectrónica y diagnóstico por imágenes que estudió en Tokio y ahora se establecerá en Rosario, donde lo contrataron. “En Venezuela ya no se puede vivir. Al gobierno no le interesan los profesionales, por eso emigramos y nos va muy bien afuera”, dice minutos después de sellar el pasaporte de ingreso a Colombia, desde donde se tomará un avión.
Conremeradeportivaycuerpoentrenado, Rafael es tercer dan de karate, ciclista y parapentista. No tiene miedo de su nuevo destino, pero sí bronca por el que deja. “La situación en Venezuela me da más disgusto que dolor, no entiendo por qué dejaron que alguien destruyera nuestro país. En Tokio no pasaría”, se ríe.
Su plan, dice, es trabajar y enseñar su especialidad en Rosario para después volverse con ingresos a Venezuela.
–Mientras tanto, espero que el individuo que nos robó el país se haya retirado. Ahí es cuando yo regreso para ayudar a reconstruirlo.
–¿Eso es un plan o una esperanza? –le preguntamos.
–Es un plan, pero I hope (espero) también –dice apelando al inglés que aprendió en sus años de exilio como estudiante.
Andrés Idrobo (30) es otro ingeniero que viaja en avión a la Argentina. Su destino es Posadas, donde trabajará en mantenimiento mecánico. En un taxi, apenas cruza la frontera de Colombia y comienza a transitar las calles de Cúcuta, se asombra por las gomerías. “Mira todo ese caucho”, dice con admiración. Es que en Venezuela es casi imposible de conseguir y los vehículos quedan inutilizados por falta de neumáticos.
Esa carencia, entre tantas otras, fue la que lo empujó a irse. “Quiero una mejor vida para mis tres hijos”, afirma. Sus planes de futuro
Viene de la página anterior no le impiden entristecerse por su madre.
“Apenas sellé el pasaporte logré comunicarme con ella y fue duro. Tiene 73 años, no sé si volveré a verla”, explica el joven ingeniero.
De Posadas tiene poco conocimiento. Alguien le informó mal acerca del clima –cree que puede llegar a hacer “mucho frío”– y bien sobre la costumbre del mate. Igual, lo único que le importa es que haya oportunidades de trabajo.
Lo mismo busca su compañera de viaje, Kimberley Hernández
(25) que se va con su hija Isabella
(2) para encontrarse con su marido, que ya está en Posadas. Espera poder empezar una nueva vida en Posadas y darle una buena educación a su hija, pero tiene miedo y está triste. “Estoy dejando a toda mi familia para irme con la de mi esposo”, dice con ojos llorosos.
A esa oleada de venezolanos con recursos y educación se suman los nuevos migrantes, más pobres. Como el grupo de jóvenes que planean llegar caminando y haciendo dedo a la Argentina.
Familia caminante
Flaquita, morena, de voz nasal, pelo rojizo y anteojos rectangulares, a Keyler la eximen de cargar con los bultos pesados, pero es la que más se ocupa de Johnayker, su hijo de un año. “El único que come cuando quiere”, se ríe mientras lo amamanta y trata de espantar los pensamientos tristes que la invaden al recordar a Keymar, su otra hija, que está en Venezuela y quedó al cuidado de su abuela. “Pensé en traerla también, pero iba a ser muy difícil”, admite.
El padre del niño, José Rojas, también es parte del grupo y empuja el cochecito donde se traslada Johnayker, que está aprendiendo a caminar y a hablar en el trayecto. La imagen de una madre joven y su pequeño hijo suele despertar la solidaridad de la gente que se van cruzando. “Hoy temprano nos dieron unas arepas, pan y agua”, cuenta Keyler.
Ella y su hijo también resultan más efectivos a la hora de hacer dedo, pero declinan los viajes a menos que puedan subir a los seis integrantes de su familia rutera. “Sé que es más difícil que nos lleven a todos –concede– pero salimos juntos y vamos a llegar juntos”. De la Argentina, dice, no sabe nada, pero sí espera: “Ojalá allá consigamos trabajo y nos den su apoyo”.
“Es que ahorita en Venezuela el que come arroz con huevo es rey”, se ríe Johnoliver mientras sus compañeros siguen rapeando.
“Me siento muy entristecido/ por lo que está pasando /Veo cómo en mi país hermano/tienen que matar la raza humana /En Venezuela se está terminando el respeto a la vida”, cantan mientras se alejan de sus familias con mochilas vacías de pertenencias, pero cargadas de esperanza.