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LA VENEZUELA DE SÁNCHEZ

  • ABC (Andalucía)
  • 5 Sep 2018
  • POR MIGUEL HENRIQUE OTERO MIGUEL HENRIQUE OTERO ES PRESIDENTE DEL DIARIO «EL NACIONAL» DE CARACAS
Nicolás Maduro

HA dicho Pedro Sánchez: «Venezuela tiene que abrir un diálogo consigo mismo, entre venezolanos, para encontrar una solución a esta crisis política». La frase es, en lo primordial, un parapeto insostenible, un doble ejercicio de ocultamiento, que exige ser diseccionado. Comenzaré por el final.

No es una «crisis política», señor Sánchez. Lo de Venezuela es una enorme crisis humanitaria y de violación sistemática de los derechos humanos a cargo de un tiránico narcopoder, donde los más pobres mueren a diario de hambre y de las enfermedades más básicas, porque no hay medicamentos, no hay insumos hospitalarios y, cada vez con mayor frecuencia, ni siquiera hay médicos ni paramédicos, porque miles y miles de esos profesionales han huido del país.

No es una «crisis política», señor Sánchez. Es una catástrofe económica, donde las familias deben hacer frente a una escalada de precios, en medio de una caída brutal de la producción petrolera. El Fondo Monetario Internacional, el pasado 24 de julio, estimó una inflación de un millón por ciento para este 2018. Economistas venezolanos de la más alta calificación técnica estiman que esa estimación será sobrepasada, tres o cuatro veces.

No es una «crisis política», señor Sánchez, sino un estado de cosas mucho más complejo, donde lo que está en juego a cada minuto es, ni más ni menos, que la vida de las personas, asediadas por poderosas bandas de delincuentes, verdaderas estructuras armadas y dotadas de vehículos de lujo, tecnologías y guaridas, que matan, secuestran, atracan, torturan, violan, extorsionan, trafican con drogas (parte de ella llega a España) y hasta controlan pedazos del territorio venezolano, a menudo con la protección o la complicidad de policías, militares o, todavía más, del mismísimo Gobierno de Nicolás Maduro.

No hay transporte público, Señor Sánchez. Las estimaciones más optimistas señalan que 60 por ciento de las busetas están paradas. No hay estacionamiento o garaje que no guarde vehículos parados por falta de repuestos. Algo más: el Gobierno es propietario de enormes cementerios de buses. Alrededor de medio millón de trabajadores –léase bien, en un país que tenía casi treinta millones de habitantes– han abandonado sus trabajos porque, o no tienen cómo desplazarse o la totalidad de su salario –insisto, me refiero al cien por cien– no les alcanza para ir y regresar.

Cuando usted dice «crisis política» pienso en una sociedad que, en alrededor de treinta meses, perdió más de seis kilos de peso de promedio. No sé si se lo contaron: mientras usted viajó por América Latina, cientos de miles de venezolanos se desplazaban a pie por caminos y carreteras –en más del 20 por ciento de los casos, familias con niños y ancianos– de Colombia, Brasil, Ecuador, Perú y Uruguay. No se si tuvo la oportunidad de adquirir un ejemplar de la revista «Semana» de Colombia, la que circuló justo la semana pasada, que contiene un vívido relato de lo que han llamado «las marchas de la infamia». Allí, en un reportaje impecablemente elaborado, está expuesta la desnuda realidad del colapso humanitario venezolano. También, permítame recomendárselo, son de mucho interés los análisis realizados por expertos internacionales –no venezolanos– en los que comienzan a compararse la huida de los venezolanos con las del pueblo sirio.

Pasa, señor Sánchez, que en Venezuela el diálogo fue erradicado por el poder, de forma paulatina. Por ejemplo: cuando un grupo de ancianos se concentra para protestar porque no le ha sido pagada una pensión equivalente a 0,6 euros (sesenta céntimos de euro), llega un grupo militar, los empuja, los golpea y hasta los gasean, hasta que disuelven la manifestación: es decir, liquidan el derecho a la protesta, violan la ley, cierran el diálogo, acaban con la política. Ocurre todos los días, en pueblos, pequeñas y grandes ciudades: se aplastan las protestas, bajo los métodos más desproporcionados. La cantidad de venezolanos apaleados, gaseados, amenazados o violentados en los últimos tres años no tiene antecedentes en América. Quizás usted ha escuchado que en Venezuela hay presos políticos, torturas, persecución diaria de activistas y dirigentes políticos. Quizá le hayan contado que hay ciudadanos de nacionalidad española que han estado detenidos y han sido torturados; por ejemplo, Wilmer Carballo, asesinado, y Juan Manuel Carrasco, torturado. Quizá sepa que son centenares los expedientes que activistas de los derechos humanos han presentado ante la Corte Penal Internacional.

Los demócratas venezolanos, quiero decir, parlamentarios y calificados representantes de otros sectores de la sociedad, participaron en los llamados al diálogo, que tuvo a su compañero de partido, Rodríguez Zapatero, como agente promovido por la dictadura venezolana. Todo el proceso de «diálogo» ocurrido en los años 2016 y 2017 fue una trampa, una vitrina para cazar bobos, un truco para reducir la destrucción de un país y el sometimiento de toda una sociedad, al precario simplismo de si hay o no hay diálogo.

Señor Sánchez: su propuesta carece de asidero, aparece ajena a la realidad: no hay partes. Hay un perseguidor y un perseguido. Un poder corrupto y unas víctimas. La venezolana es una de las dictaduras más feroces que haya conocido América Latina. Sin duda, la más desalmada, la de poderes más ilimitados, la más caradura –el caradurismo propio de las izquierdas, pero multiplicado, como la tasa de inflación, por millones–, la más peligrosa. En cinco palabras: la más opuesta al diálogo

«Señor Sánchez: lo de Venezuela es una enorme crisis humanitaria y de violación sistemática de los derechos humanos a cargo de un tiránico narcopoder»

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