En tiempos recientes la situación de crisis en que se hallan inmersos algunos de los regímenes dictatoriales que aún imperan en nuestra América Latina ha entrado en fase verdaderamente caótica. Dos de ellos están a la cabeza de esos trastornos que se han ido saliendo de control en forma progresiva y ya irreversible: Venezuela y Nicaragua. En Venezuela el deterioro ha llegado a límites inverosímiles, con una lucha interna desgarradora y sin cuartel y con expresiones de miseria ciudadana que resultan inverosímiles si se tiene en cuenta el nivel de riqueza con que cuenta dicha nación. En el caso nicaragüense la explosión de la crisis tomó a muchos por sorpresa, ya que el régimen sandinista, caracterizado por un populismo de corte claramente autoritario, parecía haber llegado a un acuerdo de estabilidad mutua con el poder económico nacional.
Pero, como decimos en el título de este Editorial, desde donde quiera que se vean fenómenos como estos, y cualesquiera fueren las condiciones que rodeen al modelo dictatorial populista, lo que siempre acaba por darse es un quebranto definitivo, producto de las distorsiones profundas que tal modelo trae inevitablemente consigo. Tanto en el caso de Nicaragua como en el caso de Venezuela lo que ahora se tiene es un cuadro de desgaste sin retorno al cual no se le ven salidas reales de fácil acceso, porque las fuerzas instaladas en el esquema autoritario se resisten a ceder posiciones por la vía de la razón y porque los mecanismos pacíficos que serían idóneos para conducir a las soluciones no parecen activarse de veras. Puede haber alguna señal de distensión, pero falta que ver que sea confiable.
Las tentaciones del uso de la fuerza acechan por doquier, ya que el mantenimiento de estados de crisis como los señalados agudiza la agonía de los pueblos, intensifica la impaciencia de los que están instalados en el poder y de los que buscan que salgan de ahí y pone a todos los actores en juego, tanto de adentro como de afuera, ante un reto de sostenibilidad que desata incontables ansiedades. En este momento, que en tantos sentidos parece una encrucijada, hay que seguir pujando por que las soluciones sean a favor de la democracia, en beneficio de los pueblos y en pro de un presente y un futuro sustentados en la ley y en la razón.
Para nosotros, los salvadoreños que continuamos transitando nuestro proceso en un ambiente nacional e internacional tan cargado de incertidumbres y de expectativas, lo que pasa a nuestro alrededor, tanto en lo positivo como en lo negativo, debe servirnos para que nos mantengamos firmes en el propósito básico de fortalecer la convivencia pacífica y de alimentar las sanas energías del futuro. Hasta la fecha pueden atisbarse buenas perspectivas en esa dirección, aunque se hace imperioso, cada vez más, que la ciudadanía y la institucionalidad se mantengan meticulosamente vigilantes de la forma en que se manejan las cosas en las diversas áreas de nuestra realidad, y sobre todo desde el ejercicio del poder.
El Salvador, como todos los países, y en particular los de nuestro entorno, se halla expuesto a grandes peligros y también habilitado para grandes avances. La suerte depende lo que todos los salvadoreños hagamos o dejemos de hacer al respecto.