«Los rusos llevan cuatrocientos años con ansias ardientes de hacerse europeos, han llorado con los europeos las ilusiones perdidas y los ideales truncados. Pero Europa sigue mirando a Rusia con sorna y con altivo desdén, y con el miedo que concita la barbarie. Ahora bien, pueden cansarse ya, definitivamente, de seguir siendo mendigos del europeísmo liberal y concentrarse en su solo espíritu nacional. Ése sí que sería el mayor peligro para la Europa altiva»
CUANDO el sufrido pueblo ruso consiguió acabar con la maldición histórica del comunismo, algunos creyeron que la nueva Rusia democrática, con derecho a la propiedad privada y libertad de mercado, iba a entrar en Europa, sin ningún recelo aprensivo por parte de Europa, como cualquier otro país europeo más. Nada más lejos. Europa ya odiaba a Rusia mucho antes de la Revolución Bolchevique debido a una muy honda y emprejuiciada idea forjada por los imperios de entonces. Pero aquellas razones de odio son las mismas que hoy se esgrimen en el conflicto ruso-ucraniano. Sólo hace falta leer los incendiarios discursos del vizconde-tarántula de Beaconsfield, esto es, del primer ministro de Su Graciosa Majestad, el gran Benjamin Disraeli, sobre la ayuda de valientes voluntarios rusos, movidos sólo por el sentimiento de un deber espontáneo, a sus hermanos eslavos de Bulgaria, cuyos niños y mujeres los turcos ensartaban en la punta de sus yataganes, para percatarse de la rusofobia que sufría el primer ministro de la primera potencia del mundo en aquel momento. Pues bien, el fondo misterioso de esos discursos siguen vivos en la diplomacia internacional, sobre todo europea. En realidad, Europa siempre, ya desde el siglo XVI y Miguel Romanov, ha mirado con malos ojos a Rusia, presintiendo siempre de ella algo malo y perturbador, algún fatídico enigma que sólo Dios conoce y que la llama a poner espanto en el corazón de Europa. Sin haber hecho contra Europa jamás una guerra de invasión y haber sufrido, por el contrario, invasiones de la Europa occidental, sin embargo, Europa la ha sentido como alevosa, como no siendo Rusia Europa verdadera. Por todo ello la cuestión de Ucrania hoy encierra en sí, quizás sin que lo sepa la mayoría aún, todos los demás problemas políticos, dudas, desconfianzas y prejuicios de Europa. El misterio quizás sea el que Rusia haya sido, junto a España, el único baluarte que ha impedido el señorío total del Islam en el mundo. Es el cristianismo y la moral cristiana tradicional lo que quizás moleste más de Rusia. El hombre ruso no conoce nada superior al cristianismo, ni puede imaginarlo. Incluso en ruso al campesino se le llama ‘Krestianin’. En el cristianismo ruso no hay siquiera pizca de misticismo, sino que todo él se reduce a amor de humanidad, a la pura imagen de Cristo. Ilya Múromets, el héroe épico canonizado por la Iglesia Ortodoxa, es el Mío Cid de los rusos. La otra gran alarma de la Europa no católica era la formidable capacidad que podía tener en el futuro un paneslavismo liderado por Rusia, todos los pueblos eslavos ortodoxos pilotados por Rusia. Esos son los enigmas.
¿Por quién se decidirá el porvenir de los países eslavos? ¿Por Alemania o por la nación eslava más poderosa? Todos los países eslavos ya tienen experiencia de lo que ocurre si se resuelve mal este dilema. ¿Quiere ser Ucrania otra vez el baluarte de intereses ajenos contra el coloso hiperbóreo? EE.UU. aún puede calumniar a Rusia ante los pueblos eslavos, pero Alemania desde luego que ya no podrá jamás, so pena que los eslavos caigan en una amnesia suicida. Y dentro de los eslavos efectivamente están los rusos. El gran Dostoyévski afirmaba en su ‘Diario de un escritor’ (‘Dnevnik Pisatella’, 1861-1881) que «el amo de la tierra rusa es el ruso, y eso de gran ruso y pequeño ruso y ruso blanco viene a ser lo mismo». Y Fiodor tenía razón. Creo que el pueblo ucraniano se está equivocando no con la inteligencia, sino con su corazón. Y el error del corazón trae una ceguera nacional. Llegados a las manos pueblos hermanos en la sangre y en la fe, como Rusia y Ucrania, la causa eslava desaparecerá del horizonte y los eslavos no tendrán porvenir, y serán las marionetas de otros que los desprecian. Supondría el triunfo total del vizconde de Beaconsfield, casi doscientos años después.
Es lógico que Putin se encuentre en contra de cualquier ultimátum que suponga una paz poderosamente armada, una paz acompañada de una inquietud y agitación constantes, de lúgubres expectativas, que sólo retrase en un par de años la guerra definitiva con el occidente europeo representado hoy por la OTAN, el ejército mancomunado de las satrapías americanas en Europa, y en la que Rusia esté entonces en mayor desventaja que ahora. El debilitamiento de los pueblos eslavos a consecuencia de conflictos artificiosos creados desde fuera sólo puede traer el debilitamiento letal de occidente para bien del mundo musulmán. Por otro lado, la OTAN ya se ha convertido de facto en una nueva versión de la confederación ático-délica, con la que los EE.UU. se constituyen en imperio, y en donde Rusia hace hoy el papel de Persia. Los miembros de dicha confederación militar una vez que entran ya no pueden salir, pues la defección se podría castigar de modo terrible. Ya el gran De Gaulle lo intuyó. La OTAN ya no protege a Europa; más bien convierte a ésta en un conjunto de obedientes satrapías americanas.
Los rusos llevan cuatrocientos años con ansias ardientes de hacerse europeos, han llorado con los europeos las ilusiones perdidas y los ideales truncados. Pero Europa sigue mirando a Rusia con sorna y con altivo desdén, y con el miedo que concita la barbarie. Ahora bien, pueden cansarse ya, definitivamente, de seguir siendo mendigos del europeísmo liberal y concentrarse en su solo espíritu nacional. Ése sí que sería el mayor peligro para la Europa altiva. es escritor