La crisis de Venezuela ha traído de vuelta uno de los debates de más interés en la política internacional de los últimos años, el que plantea la conveniencia o no de un cambio de régimen en un Estado autocrático, caracterizado por la vulneración de los derechos de su propia población, de su propia naturaleza autoritaria o de constituir una amenaza para la seguridad y estabilidad internacional.
A este respecto, Venezuela no ha dejado de protagonizar titulares en los últimos años sobre la continua degradación de sus estándares de vida, de un régimen político calificado desde hace años por autores como Larry Diamond de “pseudodemocracia”, de la incompetencia del régimen para atajar lacras como el crecimiento de la inseguridad, de la continua afluencia de venezolanos a otros Estados de la región y fuera de ella y de los desafíos para la seguridad y la estabilidad regional que dicho régimen supone y que ha hecho que varios Estados latinoamericanos apoyen posiciones cada vez más contundentes frente al mismo.
Esto no supone ninguna novedad. A lo largo de la posguerra fría, el debate sobre el cambio de régimen en Estados con estas características estuvo muy presente. El cambio de régimen se impuso desde el exterior a través de diferentes medios en supuestos tan ejemplificativos y controvertidos como Irak o Libia, pero también en escenarios como Haití.
Los partidarios de este tipo de decisiones han puesto de relevancia casos exitosos del pasado como Alemania o Japón, en tanto sus detractores han criticado las consecuencias negativas a nivel político, social y económico en los Estados que han sufrido sus efectos en las dos últimas décadas, los escasos precedentes de éxito en la imposición de la democracia desde el exterior y los grandes esfuerzos realizados en la construcción de instituciones estatales que han tendido a eternizarse, agravando los problemas preexistentes. Los Estados occidentales defendieron intervenciones en favor de valores como la democracia liberal o los derechos humanos, que no siempre han dado los resultados esperados. Las potencias emergentes apoyaron un concepto de soberanía fuerte y la no injerencia en los asuntos internos de otros Estados, que no siempre ha sido respetada por sus teóricas partidarias en supuestos en los que han considerado que los intereses en juego han sido lo suficientemente relevantes como para actuar, caso de Rusia en Ucrania. El debate sobre Venezuela en Naciones Unidas ha mantenido, en mayor o menor medida, estas líneas genéricas de comportamiento.
En el caso de Latinoamérica, a los riesgos generales cabe añadir un historial controvertido de intervenciones exteriores y apoyo a golpes de Estado por parte de EE UU durante la Guerra Fría, en aplicación de la estrategia de contención del comunismo, especialmente tras la amenaza existencial que supuso la crisis de los misiles de Cuba de 1962. Estas intervenciones han acabado suscitando todo tipo de teorías de la conspiración, acusaciones poco fundamentadas empíricamente basándose en criterios de carácter economicista y un recuerdo negativo en determinados sectores de la población de estos países, siendo utilizadas como argumento ideológico por parte del régimen de Venezuela y sectores políticos afines.
Venezuela ofrece un ejemplo paradójico de este debate. A diferencia de otros Estados autocráticos que han logrado mantener cierta estabilidad, la gestión incompetente de sus líderes ha llevado a convertir a Venezuela en un problema para la seguridad y la estabilidad regional con el régimen, lo que hace que la cuestión del cambio de régimen vaya más allá de las cuestiones puramente humanitarias o del restablecimiento de la democracia.
Con todo, los riesgos de una operación de este tipo son elevados. Es necesario evitar cualquier atisbo de imagen de cambio de régimen impuesto desde el exterior dado que los efectos negativos en otros supuestos recientes no llevan precisamente al optimismo y podría crear problemas peores que los que pretenden solucionarse. Asimismo, sería utilizado como argumento por el propio régimen y sus partidarios, que podrían ser apuntalados en el supuesto de que los resultados del cambio no fuesen los esperados, como a menudo ha sucedido.
La gestión incompetente de sus líderes ha convertido el país en un problema para la seguridad y la estabilidad regionales
Dado el elevado nivel de polarización interna, un cambio impulsado desde dentro, preferentemente negociado y apoyado diplomáticamente desde el exterior, debería ser la opción prioritaria. Aun así, esta por ver que esta solución ideal fuese posible ante la división de las partes y tampoco tendría un éxito garantizado dada la necesidad de sustituir el antiguo régimen político y reconstruir las instituciones del Estado.
La problemática del caso venezolano requiere un frío cálculo de coste-beneficio que priorice las consideraciones de seguridad y estabilidad, evitando el enfoque ideológico. Un aspecto difícil, en especial en el caso español, donde ha tendido a convertirse para partidarios y detractores en un asunto fetiche del debate político.