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Por qué no se reduce (más) el hambre en Latinoamérica

  • El País (América)
  • 21 Jul 2019
  • / JORGE GALINDO

En el mundo de hoy hay menos hambrientos que hace 20 años, pero no que en 2015: desde entonces, el porcentaje de personas subalimentadas se ha mantenido en los mismos niveles. La región latinoamericana no es una excepción. Al contrario: al norte del Canal de Panamá, las tasas apenas han variado. Al sur, incluso se han incrementado ligeramente. Ese 5,5% de personas en carencia en Sudamérica representa un 68% del total de hambrientos de la región, según el informe de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) presentado esta semana. En ese documento se plantea la pregunta fundamental: ¿por qué hemos dejado de ganar la batalla contra el hambre?

La inseguridad alimentaria es en cierta forma el lugar en el que empieza el hambre. En su versión moderada, las personas se enfrentan a incertidumbres y a la necesidad de elegir en lo que a comer respecta. Si es severa, la comida comienza a no estar disponible por épocas. Así, no es de extrañar que este nuevo indicador de la FAO presente una evolución igualmente negativa en el último lustro, con una cierta mejora en 2018 que tendremos que esperar al año siguiente para confirmar.

En cualquier caso, 2018 terminó con 10 millones de personas más expuestas a estas inseguridades que en 2014. Cuando se trata de identificar culpables del hambre, el primer sospechoso suele ser el conflicto. Pero Latinoamérica está en estos días relativamente libre de guerras a gran escala. La violencia es un problema de primer orden, sí, y sigue entrometiéndose en la cadena de producción y distribución de alimentos en muchos puntos del continente. Sin embargo, no son los países más violentos aquellos en los que más creció el hambre en los últimos 14 años. Con una excepción: Venezuela. No: las respuestas se esconden en otros lugares. Y la consideración separada de Argentina, Venezuela y Guatemala ayudará a dilucidar al menos tres de ellas:

las crisis económicas, la disfuncionalidad corrupta del Estado, y el mayor reto a largo plazo, los efectos del cambio climático sobre la producción de alimentos en regiones particularmente expuestas.

Comencemos por el caso más grave. En 2018 en torno a 6.800.000 venezolanos estaban subalimentados. Uno de cada cinco. Hace una década era menos de la mitad. Afirmar que la culpa es de la desastrosa gestión estatal no resulta muy informativo, aunque sea cierto. Investigar puede ayudar a que no se repitan situaciones similares. El régimen chavista apostó el futuro de un país entero a una sola carta: la del petróleo. Eso, entre otras cosas, quería decir que Venezuela tenía que importar casi todo lo demás. Esto, que no es malo por sí mismo, se vuelve peligroso cuando todo el dinero de que dispones para pagarlo viene de una sola exportación. Cuando el precio de ésta se hunde, puedes comprar mucho menos de cualquier cosa. También comida. Es probable, además, que tu divisa acabe resintiéndose en el proceso. Sobre todo si tienes el Banco Central (y su máquina de imprimir bolívares) en manos del Gobierno no sujeto a controles. Todo lo anterior ya reduce considerablemente tu capacidad de mantener un flujo razonable de bienes básicos mientras la inflación desbocada empobrece a la práctica totalidad de tu población. Pero si además ese mismo Gobierno ilimitado acaba por tener un cuasimonopolio en la distribución formal de alimentos, la receta para el desastre es completa.

El 63% de la población venezolana es beneficiaria de algún tipo de “misión social”. Más de 16 millones de personas lo son de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), con presencia en nueve de cada 10 hogares. La supervivencia del país depende de las cajas CLAP contenedoras de insumos básicos. Las mismas que, en investigaciones del medio independiente Armando.info, se han revelado como fuentes de riqueza para individuos

Las crisis económicas, la disfuncionalidad corrupta del Estado y el cambio climático son factores importantes

cuyo valor comercial empieza y acaba en sus conexiones dentro del régimen.

Los indicadores argentinos son menos alarmantes. Pero todo depende del punto de comparación: si en lugar de con el mayor desastre humanitario en la historia reciente de Latinoamérica lo comparamos con el potencial del país, resulta descorazonador que una de las naciones más ricas del Hemisferio Sur esté creando pobreza en lugar de destruirla. La inflación carga de nuevo con buena parte de la culpa. El Gobierno de Mauricio Macri no logró embridar la crisis de deuda ni la subsiguiente escalada de precios en la que metió al país su antecesora, y ahora candidata a la vicepresidencia, Cristina Fernández. Alcanzó el 55,8% interanual en junio de 2019: los precios suben mes a mes en el país lo mismo que en Chile lo hacen año a año. Como resultado, las tasas de pobreza han dibujado una especie de U en la última década y media, descendiendo a un 16% de los hogares bajo el umbral en 2011 y remontando hasta casi el 26% el año pasado. La mordida de la desnutrición y la inseguridad alimentaria ha ido en paralelo a un ciclo económico que nunca llegó a arreglarse. Al final, 2018 se cerró con 2.100.000 argentinos en situación de subalimentación.

Una parte importante del sur de Guatemala (y, en realidad, en torno al 90% de la población de Centroamérica) cae dentro del conocido como Corredor Seco. En él, las sequías cíclicas son particularmente intensas. Últimamente se encadenan con mayor frecuencia, además. Es debido a ello que el año pasado la Red de Sistemas de Alerta Temprana de Hambruna (FEWS NET, por sus siglas en inglés) detectó que el segmento más pobre de hogares del Corredor Seco se encomendó a los mercados para conseguir sus alimentos antes de lo usual. Se estimó que cuatro de cada cinco hogares en la zona tuvo que vender ganado o instrumentos de trabajo en el campo para efectuar estas compras.

Las causas y consecuencias de la desnutrición están lo suficientemente imbricadas en el tejido global como para que los Estados, incluso aquellos que han seguido mejorando, tengan que asumir que no se trata de si escogen pagar o no el precio del hambre, sino de cómo desean pagarlo.

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