Es muy inquietante la resistencia que tanta gente opone a los hechos, las cifras y los datos por privilegiar los credos promovidos doctrinariamente por las ideologías. Pero sí, en efecto, los seguidores de un dogma repudian el mismísimo principio de realidad practicando una selección arbitraria de argumentos para justificar lo injustificable y para validar acciones que nunca debieran ser admitidas.
Ahora bien, si estuviéremos hablando de cualquier manera de algunas posibles verdades absolutas —aunque pareciere, a su vez, que propalamos una doctrina— entonces hay que decir que los derechos humanos tienen una predominancia absoluta sobre cualquier otra consideración. De la misma manera, la democracia —así de imperfecta que pueda ser— no es impugnable como forma de gobierno: ¿qué posible alternativa sería preferible a un sistema que garantiza derechos como la igualdad ante la ley, la propiedad privada o el debido proceso, que acredita la libertad de expresión y que asegura el pluralismo político? ¿En qué momento deja de ser deseable vivir en una sociedad democrática para someter la soberanía individual al imperio de un tiranuelo, para ya no poder elegir libremente a los gobernantes y dejar inclusive de tener la facultad de criticarlos? Y, sobre todo, ¿en nombre de qué interés presuntamente superior debieran ser eliminadas las garantías individuales y suprimidas las libertades? ¿Hay que instaurar forzosamente una dictadura para consagrar una “revolución”, un mentado “socialismo” o cualquier otra “causa suprema”?
Cuba es cualquier cosa menos un “paraíso de los trabajadores”: es una sociedad de personas colectivamente empobrecidas y sojuzgadas por un régimen opresor. ¿Quién puede entonces admirar a Fidel Castro, el personaje que estableció primeramente ese modelo? ¿Su gran mérito es haberle plantado cara a los Estados Unidos? Muy bien, pero ¿no es precisamente a los Estados Unidos adonde han emigrado, arriesgando sus vidas, centenares de miles de cubanos? ¿Y no es también esa nación a la que están intentando entrar las caravanas de centroamericanos que en estos mismísimos momentos cruzan nuestro territorio? ¿Por qué no se trepan mejor a unas balsas para alcanzar las costas cubanas y disfrutar así las infinitas bondades del comunismo?
Ahí tenemos, igualmente, a Venezuela. Ha acaecido ahí la mayor catástrofe económica registrada en los tiempos modernos —peor aún que la que provocó Robert Mugabe en Zimbabue a partir de que confiscara tierras agrícolas en 2000— y la población padece indecibles penurias: los niños escarban los botes de basura para encontrar comida, el desabasto de medicinas es terrible y la pobreza alcanza a nueve de cada diez venezolanos. Y esto en un entorno de persecución a los opositores, de supresión de las más elementales garantías y, ahí sí, de brutal represión.
En lo que se refiere al “socialismo real”, fue un sistema que fracasó estrepitosamente además de provocar millones de víctimas mortales en Ucrania, otras repúblicas soviéticas y China. No hay alegato posible para tamaña monstruosidad histórica ni manera alguna de justificar el terror, la crueldad, los campos de trabajo, el Gulag y, finalmente, el sufrimiento cotidiano de pueblos enteros.
Pero ¿qué ocurre ahora o, más bien, qué sigue pasando? Pues, miren ustedes, hasta en Francia —un país moderno, profundamente democrático y liberal— hay personajes como un tal Jean-LucMé len ch on, presidente del grupo parlamentario llamado LaFran ce insoumise que, a estas alturas todavía, defienden a Nicolás Maduro. Aquí mismo, en México, los Castro cuentan con legiones enteras de seguidores en el nuevo partido oficial y la política exterior del Gobierno pareciera no certificar, justamente, la primacía de los derechos humanos por encima de esa tan traída y llevada Doctrina Estrada promulgada enlosalb ores delpriismo.
De la misma manera, el repudio visceral alsa tan izado ne o liberalismo—un modelo, es cierto, que llevado a los extremos termina por impactar negativa mente en los sectores de la sociedad que más requieren de las ayudas del Estado (legítimas, aparte de obligadas, porque el proceso civilizatorio implica la humanización de las instituciones y en las naciones avanzadas no se deja a su suerte a los ciudadanos más desprotegidos)— se convierte en una suerte de empresa de destrucción de los procesos productivos y, en los hechos, en una batallacontra la creación de riqueza. Se niegan así, por razones ideológicas, los principios que nos han llevado, a pesar de todos los pesares, a una cierta modernidad en este país y se desecha, sin atender evidencias, toda herencia del pasado.
Detrás de ello se advierte algo así como un impulso fundacional —es decir, la pretensión de reinventar la realidad nacional de los pies a la cabeza— pero, al mismo tiempo, hay mucho fanatismo y mucha intolerancia. Sin embargo, los hechos hablan de manera lapidaria: en algún momento tendremos que comenzar a admitir las cifras de ahora en vez invalidar sistemáticamente todos los números del pasado.
En Venezuela ha acaecido la mayor catástrofe económica de los tiempos modernos