Fueron 2.700 kms de fuga a pie y haciendo dedo. En el camino, los Mendoza Landinez se han cruzado con toda suerte de obstáculos, que por momentos parecían que los atarían para siempre a la crisis en Venezuela.
Al igual que para miles de los migrantes venezolanos, el viaje de esta familia fue una montaña rusa de emociones, con un agregado: Joel Mendoza y su pareja Edicth Landinez, los hijos de ella Nacari y Sebas- tián, además de su sobrina Eliana Balza y su bebé de brazos Tiago, viajaron a contrarreloj para llegar a Perú antes de que se venciera el plazo para entrar sin pasaporte.
La odisea de tres días implicó cruzar Colombia, Ecuador y parte de Perú. El objetivo, huir de la severa crisis económica en la cual el gobierno de Nicolás Maduro hundió a Venezuela. Al igual que los casi cuatro millones de compatriotas que pululan por Latinoamérica, a los Mendoza Landinez los espantó la hiperinfla- ción -calculada por el FMI en más de 1.000.000% para este año-, la desocupación ante el cierre de empresas y el desabastecimiento extremo de productos de primera necesidad.
Hace frío pero no llueve. Es lo habitual en las afueras de la ciudad colombiana de Pasto. Hacia el mediodía, sobre la ruta Panamericana, que atraviesa Sudamérica, circula una camioneta beige. En ella van once venezolanos, siete en la caja y cuatro en la cabina. Tres son menores de edad.
Con sus manos pesadas, Joel pro- tege a Edicth, su pareja hace medio año y compañera de viaje desde el 15 de agosto, cuando abandonaron Guanare, en el oeste venezolano. Impotentes porque sus sueldos como conductor de camión y empleada doméstica no alcanzaban para “nada” (con el salario semanal de él solo compraban un kilo de jabón), cruzaron a Colombia por el municipio de Puerto Santander.
A las horas de recorrer el país, que en los últimos 16 meses recibió a más de un millón de personas desde Ve- nezuela, supieron que aquí el clima es muy diferente. Y que comerían cuando alguien les tendiera la mano. “Es un precio muy caro el que se paga por dejar el país”, dice Joel, de 51 años. “Todo lo que uno ha hecho con tanto esfuerzo, despegarse de eso es fuerte”, agrega Edicth, de 34, aunque su piel y ojos cansados la hacen ver mayor. Ambos apenas llevan la ropa que tienen puesta y algunas frazadas.
Pese a todo, el día ha sido benévolo. El chofer del camión, que durante 40 horas los transportó gratis desde el otro lado de Colombia, les compró desayuno. Y una venezolana, que en julio realizó su misma odisea y ahora atiende un restaurante, les obsequió el almuerzo. Rezan.
Iniciaron la jornada a las 6 de la mañana, y ocho horas después hacen el último transbordo del día a un vehículo que los deja en Ipiales, en los límites con Ecuador. Durante la caminata de hora y media hasta el centro migratorio los invade la incertidumbre. Edicth es la única que tiene pasaporte, exigido por Ecuador para controlar la ola migratoria. Por el camino se cruzan con venezolanos desanimados que les recomiendan regresar. “Tengo fe en que nos van a dejar pasar”, dice Edicth, mientras Joel, nervioso, fuma un cigarrillo. Ha caído el sol y con él la temperatura.
Nacari, de 16 años, y Sebastián, de seis, descansan sobre el equipaje. No se han quejado una sola vez.