La guerra es una tragedia, es el peor fracaso de la humanidad. En Colombia,en Ucrania o en cualquier país del África. Las imágenes de los tanques rusos cerca a Kiev son iguales a las de los hombres armados con fusiles y brazaletes del Eln en Arauca. Ambas son la más clara expresión de la irracionalidad de los seres humanos, de su estupidez e inconsecuencia. La diferencia es que en el caso ucraniano por tratarse de la amenaza de un conflicto más grave entre dos de las grandes potencias, cada movimiento en este ajedrez político-militar es seguido en tiempo real por los medios de comunicación del mundo entero. Nos levantamos con imágenes de la antigua y bella Kiev bombardeada y nos acostamos con la incertidumbre de saber si las fuerzas rusas se tomaron la ciudad mientras dormíamos y lograron derrocar al presidente ucraniano.
Sentimos entonces esa guerra ajena muy cerca, a través de las redes y la televisión mundial, mientras que la guerra propia, con nuestras víctimas de carne hueso, la percibimos lejana. Frente a la guerra en Colombia preferimos mirar hacia otro lado, como si su cruel retorno no fuera con nosotros. El Eln decreta un paro armado de 3 días que incomunica a varios departamentos, ataca estaciones de policías, ejerce dominio territorial armado en algunos municipios del Arauca y el Catatumbo, hostiga poblaciones enteras y amenaza seriamente el proceso electoral. La respuesta del gobierno es hablar fuerte contra Putin por su invasión a Ucrania y advertir que estará pendiente de la frontera con Venezuela. Y los medios de comunicación escasamente registran los efectos de un paro que hace décadas no sufríamos en esas dimensiones.
En la misma semana asesinan a dos líderes de restitución de tierras en el Magdalena Medio y a Jorge Santofimio, excombatiente de las Farc, que cumplía con el acuerdo y lideraba el proceso de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos en el Putumayo. No se han cumplido los dos primeros meses del 2022 y ya van más de 20 líderes sociales asesinados con total impunidad. Mientras tanto, en el Chocó sus tres obispos católicos denuncian que el departamento se encuentra dominado por el Clan del Golfo y otros grupos violentos y la respuesta del gobierno es negar lo obvio y eludir el diálogo a con los jerarcas que conocen muy bien la zona y su problemática. Y en la misma semana de manera sospechosa, aún sin aclarar, obstaculizan la contribución a la verdad sobre el conflicto armado del jefe de Clan del Golfo, Otoniel, quien como protagonista de la guerra en los últimos 30 años en Colombia tiene mucho para contar a la Comisión de la Verdad. La reacción oficial es pedir que se investigue al funcionario a quien robaron las grabadoras en su casa.
En fin, el drama humanitario de la guerras es igual en Don Bass que en el Chocó, Cauca, Arauca o el Catatumbo. La diferencia es que aquí la vivimos y sufrimos más de cerca, sin que importe mucho al gobierno y menos a la comunidad internacional. Y al gobierno Duque que nos devolvió a las épocas de la muerte de soldados y policías, de ataques a estaciones y batallones y de paros armados, le queda más fácil mirar hacia Europa del este que al oriente de su país. Aterrador que en dos días de guerra pasen de 100.000 los desplazados por el conflicto entre Rusia y la OTAN, que se desarrolla en las fronteras en Ucrania. Pero deberían dolernos mucho más los líderes sociales que caen todos los días en nuestro país ante la indiferencia del gobierno y la impotencia de la sociedad, los miles de nuevos desplazados en Arauca o el Chocó. Deberíamos escuchar mucho más la voz de los obispos del Pacífico o de los líderes que anuncian que serán asesinatos por la falta de protección del Estado, y menos la de Putin y Biden. Finalmente, ellos nunca escuchan nuestras voces, ni sufren con nuestra guerra.