En el momento de escribir estas líneas, Rusia está lanzando una ofensiva militar en territorio ucraniano no solo para integrar a las autoproclamadas repúblicas de Lugansk y Donetsk, sino la totalidad del Dombás, incluyendo el puerto de Mariúpol en el mar de Azov, y conectar por tierra con Crimea, anexionada ilegalmente por Rusia en el 2014. Probablemente, descontado ya el coste de la intervención militar, irá más allá con la ocupación de Odesa y de la franja costera hasta Transnistria, en Moldavia, controlada por Rusia, cerrando así el paso de Ucrania hacia el mar. Adicionalmente, puede avanzar hasta el Dniéper, cercando a Kiev y cercenar así la mitad del territorio nacional ucraniano, desestabilizar hasta hacer caer al Gobierno de Zelenski e impedir su futuro acceso a la OTAN.
El objetivo de restaurar la Gran Rusia eslava (que incluye también a una subordinada Bielorrusia) se habría conseguido. A ello cabe añadir el creciente dominio sobre las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, como se ha visto hace pocas semanas con la intervención en Kazajistán.
Putin desea recuperar la tradicional área de influencia de Rusia, establecida ya en la época de los zares y plasmada, paradójicamente, por la Unión Soviética. En definitiva, se trata de revisar profundamente la situación creada por la derrota del bloque soviético en la Guerra Fría de la segunda mitad del siglo pasado.
Obviamente, no cabe volver a la situación previa a la primera ampliación de la OTAN hacia el Este, en los años noventa, ni tener derecho de veto a nuevas incorporaciones. Eso no es admisible por principio. Es más, cabe pensar en la integración de Finlandia y Suecia y en el reforzamiento (que ya se está produciendo) del despliegue militar de la Alianza en sus fronteras con Rusia.
Pero ese país pretende ser de nuevo tratado como una gran potencia y ser interlocutora directa, y de igual a igual, con Estados Unidos sobre una nueva arquitectura de seguridad en el continente europeo. De paso, así conseguiría debilitar a la propia
OTAN, al vínculo atlántico y a la propia cohesión interna de la Unión Europea.
Es cierto que la respuesta occidental está siendo contundente en tema de sanciones, tanto económicofinancieras, personales sobre el entorno directo de Putin, como comerciales, tecnológicas o energéticas. Pero también lo es que son arma de doble filo, ya que perjudican asimismo a Europa y además la dividen en tanto en cuanto los efectos son diferentes entre los distintos Estados miembros.
Por otra parte, Rusia se ha ido preparando para ello. Ha acumulado un nivel muy elevado de reservas y ha estrechado sus lazos comerciales, tecnológicos y energéticos con China y otros países afines. Además, las sanciones energéticas (como la paralización del gasoducto Nord Stream II) generarán a corto plazo dificultades de suministro y una sustancial elevación de los precios. Castigan tanto a los compradores como al vendedor.
En definitiva, en su particular análisis coste-beneficio, Putin ha decidido que el coste de las sanciones es inferior al beneficio de cubrir sus ambiciones geopolíticas. Y puede hacerlo, dado que Occidente se ha autolimitado en una eventual respuesta militar.
Rusia no teme usar la fuerza y saltarse flagrantemente la legalidad internacional. Desea, como China, dinamitar el orden internacional liberal establecido por Estados Unidos desde el final de la II Guerra Mundial y, posteriormente, por su victoria en la Guerra Fría.
Por ello, las excusas para intervenir (grotescas, como decir que es defensiva ante los ataques de un régimen pronazi y genocida) o las protestas de que no estaba en sus intenciones invadir Ucrania, son solo eso: excusas de mal pagador.
Rusia quería la guerra desde hace tiempo. Y así lo había decidido.