Hace tiempo que las noticias que llegan de Venezuela no son nada halagüeñas. Hace meses fueron las crónicas sobre una grave crisis humanitaria en las fronteras con Colombia y Brasil. La semana pasada las noticias fueron la espiral desbocada de hiperinflación que padece la economía del país y las fallidas medidas de apertura económica para captar divisas. Y este sábado, 4 de agosto, el evento ha sido el atentado fallido contra Nicolás Maduro perpetrado en la plaza de Bolívar, en Caracas, donde se realizaba un acto solemne (retransmitido en directo por la televisión) en honor de un aniversario más de la Guardia Nacional Bolivariana. El atentado se realizó con drones cargados de explosivos que estallaron cerca del mandatario hiriendo a siete militares presentes en el acto.
Maduro no resultó lesionado y fue trasladado inmediatamente por los miembros de su seguridad personal a La Casona, residencia oficial del presidente, desde donde emitió un comunicado público exponiendo que se encontrarían a los responsables, y acusando directamente al presidente saliente de Colombia, José Manuel Santos, e indirectamente a la Administración de Trump.
Este último episodio de la crisis venezolana es uno de los más graves e indicativos de la descomposición del régimen, pues expone abiertamente la presencia de facciones enfrentadas –y de conspiraciones– dentro de los cuerpos armados. No es de recibo señalar que el atentado ha sido atribuido a un grupo compuesto por militares en activo y en la reserva. El mismo grupo mandó poco después un comunicado a diversos medios de comunicación internacionales en el que se señalaba que la acción fue bautizada como operación Fénix y que obedecía a su incansable lucha por «lograr el retorno de la Constitución y la democracia, la realización de elecciones libres, la libertad de los presos políticos, la restitución del derecho a la protesta, el respeto a la soberanía popular encarnada en la Asamblea Nacional (…)».
Las muestras de disidencia e indisciplina dentro de las Fuerzas Armadas venezolanas no son una novedad. El 26 de junio del año anterior un inspector de policía, Óscar Pérez, previa grabación de un vídeo con soflamas patrióticas que se difundió por la red, secuestró junto con un grupo de compañeros de armas un helicóptero con el que lanzó granadas contra la sede del Tribunal Superior de Justicia y del Ministerio del Interior. Sin embargo, lo nuevo de esta acción es el objetivo: perpetrar un magnicidio. A saber, un acto que si bien es excepcional, recuerda a la forma en que terminaron los mandatos de Anuar el Sadat en 1981 o de Indira Gandhi en 1984.
Con todo, la pregunta ahora es la de cuáles van a ser las consecuencias de este atentado. Nadie tiene una respuesta certera sobre su impacto a medio plazo, pero a corto plazo todo indica que va a suponer un mayor cierre institucional, la criminalización de la oposición y la activación del discurso nacionalista a través acusar a los gobiernos colombiano y estadounidense.
El atentado supondrá un mayor cierre institucional, la criminalización de la oposición y más discurso nacionalista