Un grupo de suboficiales se levantó ayer contra el régimen de Nicolás Maduro en un pequeño cuartel de Caracas. El golpe duró apenas unas horas, las suficientes para emitir unos vídeos en internet y movilizar en su favor a un barrio obrero, uno de aquellos que hace años eran el principal sustrato del chavismo. El levantamiento, por su menesterosidad y el bajo rango de sus protagonistas, estaba condenado al fracaso y a que fuese sofocado a las primeras de cambio. Una modesto robo de armas, unas barricadas de fuego… poco duró la revuelta.
Más, muchísimo más, lleva durando el golpe de Estado perpetrado por Maduro cuando perdió las últimas elecciones legislativas y decidió estrujar la Constitución bolivariana, la que le dejó escrita Chávez, para inventarse un parlamento de la nada, un monigote legal en el que tuviera mayoría y aparentara el apoyo popular que los venezolanos le negaron en las urnas de verdad. Perfeccionó su asonada después cuando organizó unas elecciones presidenciales a las que no dejó presentarse a la oposición, faena que remató autoerigiéndose de nuevo, hace unas fechas, en presidente sin legitimidad legal alguna y sin el reconocimiento de la comunidad internacional, que lo ve como lo que es: un dictador, el último de la lamentable lista de espadones que ha conocido la región.
Porque en Venezuela el verdadero golpista es Maduro, que comenzó su mandato asegurando que se le había aparecido Chávez en forma de «pajarito chiquitito» para trinarle los designios de la patria. Llegó a dormir junto al catafalco de «El Ausente», para inspirarse. Y a fe que lo hizo pues desde entonces Venezuela camina entre las tinieblas de un fantasmagórico panorama, hacia la laminación de todas las libertades, camino de la pobreza más mísera y que solo mide en millones la inflación, que, en definitiva, avanza con paso firme hacia su destrucción total como Nación.
Si al llegar al poder alardeó de moverse con soltura entre los muertos, ahora dice que viaja al futuro: «Fui al futuro y volví y vi que todo sale bien y que la unión cívico-militar le garantiza la paz y la felicidad a nuestro pueblo». Ya no sabe cómo burlarse de su pueblo, cuyo presente y futuro yacen de cuerpo presente por obra de tan despiadado cacique. Todo le da igual, ha perdido cualquier resquicio de decencia. A estas alturas, le vale con que Zapatero le ría sus «gracias».