El 10 de enero de 2019 Nicolás Maduro inició un segundo período presidencial presentándose para el juramento protocolar ante el Tribunal Suprema de Justicia (TSJ). Enseguida se dirigió al Fuerte Tiuna para escuchar un juramento de lealtad a su persona por la Fuerza Armada Nacional Bolivariana en boca del ministro de la Defensa, general Vladimir Padrino López. Fueron ceremonias inéditas, los presidentes electos tienen pautado por la Constitución presentarse ante la Asamblea Nacional (AN) para hacer el juramento de inicio de mandato. Pero Maduro ya no es un presidente electo, sino un dictador, que en 2018 se hizo elegir en comicios que no han sido reconocidos, por el cúmulo de irregularidades con que fueron llevados a cabo, ni por el parlamento venezolano, ni por actores relevantes de la comunidad internacional.
La situación política de Venezuela para 2019 se enmarca en un contexto abiertamente autoritario y altamente conflictivo, donde la sociedad ya da señales de que participará en una confrontación de resultado incierto. Al igual que otros años de alta beligerancia ocurridos en el pasado, 2019 encuentra a las fuerzas que apoyan a Maduro, poderosas pero minoritarias, aferrándose al poder, mientras que los actores nacionales opositores se aprestan de nuevo a buscar el anhelado cambio democrático para Venezuela.
En Venezuela se ha producido el colapso del aparato productivo, incluyendo la bancarrota de la estatal petrolera, PDVSA, y el retroceso de los avances en bienes y servicios alcanzados en la modernización desarrollista del pasado. Igualmente, Maduro puso punto final al régimen democrático construido por varias generaciones de venezolanos. Sobre los escombros de la sociedad y de la república, la élite gobernante se empeña en permanecer de manera indefinida en el poder con la consolidación de una dictadura totalitaria, afín al modelo de Cuba.
Origen populista
En lo interno y político, una ruptura populista ocurrida en las elecciones de 1998 permitió el ascenso al poder de un líder mesiánico y una nueva élite, que rechazó el proceso modernizador y democratizador previo, para instaurar un orden revolucionario, anticapitalista en lo económico y antirepresentativo y/o iliberal en lo político. Al desaparecer hacia 2013 los principales soportes legitimadores de este proyecto: el líder mesiánico y los recursos inagotables derivados de la renta petrolera, la élite profundizó un modelo autoritario y de rasgos totalitarios, de naturaleza patrimonialista, como modo de perpetuarse en el poder.
El proyecto chavista ha fracasado como capaz de resolver los problemas estructurales que aquejaban a la sociedad ya hacía al menos dos décadas. Si algo consiguió dicho proyecto fue agravar los problemas que en primer lugar habían ocasionado la crisis societal desde los años ochenta.
La sociedad venezolana fue moldeada en el siglo XX por una economía dependiente del petróleo, mercancía que requiere de un esfuerzo mínimo para ser extraído, pero proporciona una renta significativa, que se obtiene de colocarlo en el mercado mundial. Esa renta, en Venezuela, ingresa a las arcas del Estado y desde ahí se distribuye a la sociedad a través de planes y criterios emanados básicamente de las élites gobernantes. Venezuela posee lo que se conoce como un Petroestado, es decir, una estructura estatal moldeada por el negocio petrolero, que tiende a ser centralizado, ineficiente y corrupto. La clase gobernante tiende a independizarse de la sociedad pues esta carece de músculo para controlarla. Los contrapesos institucionales sobre el Ejecutivo son débiles, pues desde allí es desde donde se administra este recurso, superior a cualquier sector privado nacional.
Así, la modernización venezolana si bien pareció muy exitosa, tuvo su talón de Aquiles en la extrema dependencia al ingreso fiscal petrolero, condicionado al precio internacional de este, sobre el cual el país tiene poco control. La renta moldeó una sociedad poco productiva con niveles de consumo impensables en otras sociedades modernas no rentísticas. Hacia fines de los setenta este problema estructural se hizo presente e insoluble, agravado por la inestabilidad del precio petrolero internacional. Ello engendró una crisis societal global, abrupto empobrecimiento y descontento generalizado.
A fines del siglo emergió el líder populista Hugo Chávez y su movimiento bolivariano como alternativa societal. La ciudadanía respaldó su oferta de cambio hacia la democracia participativa y protagónica, que devino en el proyecto socialista en curso. Su concepción económica sería inicialmente antineoliberal, luego antimercado, lo que profundizó los rasgos rentísticos de la economía. Con la crisis hipotecaria de EE.UU. y sus consecuencias en la economía-mundo y, a fines de 2013, la caída abrupta de los precios petroleros, se hizo claro que el proyecto, lejos de subsanar las fallas estructurales de la economía, las había profundizado.
Chávez en lo político, por otra parte, se movió tempranamente para obtener el control del Poder Judicial y así garantizarse libertad de acción y darles una fachada legal a sus decisiones. En su segundo gobierno impuso sin apoyo popular el socialismo del siglo XXI, una propuesta distinta a la participativa, ya abiertamente autoritaria y centralista, cuyo objetivo explícito, crear un hombre nuevo, reveló rasgos totalitarios. La falta de contrapesos institucionales al Ejecutivo, la eliminación del pluralismo y del sufragio universal, directo y secreto en la propuesta del Estado Comunal, el despojo de la autonomía del Banco Central de Venezuela (BCV), el debilitamiento de la alternancia y la obligación de toda organización social de construir el socialismo, presentes en los documentos oficiales actuales, lo alinea con los modelos socialistas fracasados del siglo XX.
La ausencia de contrapesos al poder se constituyó en caldo de cultivo perfecto para la metástasis de una corrupción generalizada y la penetración del crimen organizado en todos los espacios del Petroestado.
Ante el fracaso del proyecto, hacia 2013, ya electo Maduro como sucesor del líder mesiánico, la sociedad entró de nuevo en crisis abismal y conflictividad social creciente. La élite gobernante ha intentado estabilizarse, arrogándose derechos como discípulos del comandante eterno, respaldándose con una combinación de represión,
propaganda totalitaria y el desarrollo de instrumentos clientelares y de control social como el Carnet de la Patria y las cajas de comida distribuidas por los Consejos Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP).
Esta deriva ha encontrado constante y creciente rechazo por parte de sectores de la sociedad, inicialmente de ingresos altos y medios, pero hoy extendido a todos los estratos sociales y expresado en permanente y creciente turbulencia sociopolítica.
La resistencia
En 2014, 2016 y 2017, la confrontación fue especialmente abierta e intensa, pero de poco resultado para impulsar un cambio político. En consecuencia, en 2018 prevaleció una atmósfera letárgica, de reflujo en la lucha y rechazo a los dirigentes políticos opositores.
Al iniciarse 2019 varios factores concurren para abrir una nueva oportunidad para el cambio político. Si bien es cierto que pese a todo pronóstico el gobierno sobrevivió a su primer período, el contexto actual poco favorece su estabilidad para este período constitucional (2019-2025). La conversión del régimen en una dictadura, el desconocimiento a la ANC y a los resultados de la espuria elección presidencial de 2017 por parte de actores internacionales y la AN, junto al continuo agravamiento de la crisis estructural, vienen aislando a Maduro, obstaculizándole el acceso a recursos internacionales para perpetuarse en el poder.
Sanciones sobre funcionarios de Maduro, incluido él mismo y la primera dama, por parte de actores como el gobierno de EE.UU., la Unión Europea y el Grupo de Lima, ejercen presiones sobre la élite gobernante para que rectifique y negocie un cambio que ponga fin a la interrupción democrática y la crisis global. En instancias como la OEA y la ONU, el Tribunal de la Haya, la Corte Interamericana de DD.HH., o la OIT, se acumulan expedientes de violación de DD.HH. e involucramiento con actividades delictivas de funcionarios militares y civiles. Estas sanciones les impiden moverse, invertir o disfrutar con seguridad de sus fortunas, adquiridas en el ejercicio patrimonial del poder en estos años.
En este nuevo período legislativo, cumpliendo acuerdos políticos, la AN quedó presidida por un diputado del partido Voluntad Popular (VP), fundado por Leopoldo López, un líder carismático, que tiene casa por cárcel, cumpliendo desde 2014 una sentencia de trece años, responsabilizado por el gobierno de la violencia en las protestas de ese año. Su partido, junto a Primero Justicia (PJ), han sido severamente perseguidos y destruidos por la represión del Gobierno.
El 5 de enero, el diputado Juan Guaidó, durante su juramento como presidente de la AN para el año legislativo 2019, pronunció un discurso certero. Se refirió a la usurpación de la Presidencia por parte de Maduro, y la intención de la AN de liderar, con el apoyo popular, acciones conducentes al cambio político. Guaidó, un joven de 35 años, de origen humilde, con una carrera política que se originó en el movimiento estudiantil, pareció capturar el imaginario popular. Solicitó la activación de la política de la calle, para presionar a la dictadura a entrar en razón, y presentó la estrategia política consensuada por los partidos opositores para alcanzar la transición democrática. Se resume esta, primero en un protagonismo de la AN como el articulador de las fuerzas para el cambio, construyendo tanto el marco jurídico como un entorno de poder ciudadano que incluye a los militares y la diáspora. Segundo, unas líneas de acción que comprenderían los objetivos de: a) Hacer cesar la usurpación; b) Crear un gobierno de transición; c) Alcanzar condiciones para elecciones justas y transparentes.
Para iniciar la activación del poder ciudadano, Guaidó llamó a cabildos abiertos en todos los espacios nacionales para escuchar y alentar a la gente a organizarse y movilizarse en apoyo a la Asamblea. Fijó la fecha del 23 de enero, icónica en Venezuela por ser el día que cayó la anterior dictadura en 1958, para dar la primera manifestación de músculo sociopolítico. Los cabildos abiertos comenzaron a realizarse en todas las urbes del país.
El gobierno de Maduro, pese a las debilidades señaladas, sigue controlando todos los hilos del poder. En lo internacional, ha ido construyendo vínculos con Rusia, China, Irán y Turquía, contando con que, a cambio de condiciones favorables a sus intereses, le sirvan de aliados para neutralizar presiones de EE.UU. y otros actores de la comunidad internacional. Cuba, por otra parte, es su socio y aliado en todo lo concerniente a estrategias frente al imperialismo, y es el sostén del aparato represivo totalitario interno.
Las instituciones militares siguen siendo el principal pilar del régimen y pese a descontentos, deserciones, amenazas y detenciones, los altos mandos siguen mostrando lealtad al dictador. Sin embargo, 2018 fue año de alzamientos, respondido por una severa represión, con denuncias de torturas y maltratos. Más de 180 militares están presos, una cifra histórica. Hay, además, un número similar de investigados, sometidos a presiones e interrogatorios. Es un sector que Maduro, bajo asesoría cubana, no ha descuidado desde 2013, cuando procedió a restructurarla para, entre otros aspectos, fortalecer a la Guardia Nacional sobre otros componentes, en su capacidad de control interno de país, y ampliar la Guardia de Honor Presidencial y otros cuerpos para protección del dictador.
Los militares son un sector privilegiado, con irrestrictos accesos al Petroestado. Tienen cuotas de poder que los ponen en control de sectores clave como el de importación y distribución de alimentos, el sistema cambiario, la petrolera PDVSA y el Arco Minero. La institución ha perdido sus rasgos corporativos. Los diferentes grupos de poder necesitan la supervivencia de la élite gobernante para proteger sus intereses y salvarse de persecuciones de la justicia nacional o internacional. Los oficiales de rangos medios o bajos sufren las penurias del venezolano común y es allí donde las lealtades pudieran, con menos resistencia, romperse.
Si bien son necesarias fracturas en el apoyo del sector militar a Maduro, son los civiles quienes tienen el reto de liderar la lucha ante unos sectores militares profundamente desinstitucionalizados, autoritarios y corrompidos. En este orden de ideas, la esperanza que se despertó este enero con la AN y Guaidó, que se repotenció con las masivas y extendidas movilizaciones populares que se produjeron el 23E en sesenta ciudades de Venezuela y más de cien del planeta organizados por la diáspora, en demanda del cambio político, es apenas un embrión necesitado de cuidados intensivos diarios para evolucionar hacia un movimiento nacional capaz de llevar a la dictadura a ceder en sus objetivos y negociar la transición. Ese día, Juan Guaidó, frente a la multitud, en un paso que tomó al gobierno por sorpresa, juró como presidente interino de Venezuela, escalando el conflicto a un nivel más alto de confrontación política. Venezuela tiene ahora dos jefes de Estado. Inmediatamente el gobierno de EE.UU., el Grupo de Lima y gobiernos de la Unión Europea respaldaron a Guaidó y la AN, y exigieron un llamado urgente a elecciones justas y transparentes para dirimir el conflicto.
Una tarea que luce de extrema importancia hoy es la de encontrar formas innovativas para informar, educar y organizar a la ciudadanía sobre el proceso en marcha y las responsabilidades de cada quien. Es menester doblar desde la ciudadanía y sus tejidos organizativos los esfuerzos por fortalecer la conciencia y acción ciudadana, vinculando lo social y político con miras a un gran movimiento prodemocrático nacional. El año, en efecto, luce una encrucijada decisiva para mi país.
Las instituciones militares siguen siendo el principal pilar del régimen y pese a descontentos, deserciones, amenazas y detenciones, los altos mandos siguen mostrando lealtad al dictador. Sin embargo, 2018 fue año de alzamientos, respondidos por una severa represión, con denuncias de tortura y maltratos.